Siempre he sido bastante lento para reaccionar ante lo insólito, quizás esto explique mi flemática actitud, cuando me topé con un ángel; una dama bastante mayor que conocí durante un aburrido viaje por las arideces melancólicas de mi insólito país.
En el atardecer, un horizonte de luz casi dorada empañaba los vidrios de las ventanas del destartalado bus rural en el que viajaba, y sólo cuando el espectáculo del ocaso cesó, percibí su presencia. Sentada a mi lado, se ocupaba de tejer a crochet, un macramé de extraordinarias filigranas, tan intrincadas y bellas que sólo un ángel habría sido capaz de concebirlas. Sin embargo, sólo muchos años después tuve la certeza que ella realmente era un ángel, luego de verificar que todos los eventos que había predicho aquella noche, se fueron cumpliendo inexorablemente.
Se había referido por ejemplo a mi genealogía, tema sobre el cual yo no había tenido jamás el más mínimo interés, y para mi asombro, había mencionado que algunos de mis remotos ancestros indígenas, habrían pertenecido a una casta de sacerdotes de los cuales yo era heredero. Me había comunicado además que estos sacerdotes pertenecían a una secreta fraternidad mundial, que desde tiempos antiquísimos tenía por costumbre ritual realizar una especie de “migraciones místicas” o “viajes de instrucción espiritual” sobre todo el planeta, en periplos larguísimos que duraban a veces tres años, ora siete, u once, o veintiún años y aún más tiempo. Me había explicado que en los ciclos de migración más largos que la vida de un humano (Yo asumí que después de muertos) tales sacerdotes continuaban viajando por algunas estrellas que, por el vidrio empañado de la ventana, entre tumbos y sacudidas del colectivo rural, me fue mostrando con su fino dedo de ángel, en el frío cielo austral de invierno.
Había profetizado también que yo, en virtud de pertenecer a esa casta de primitivos sacerdotes nativos, tendría que realizar imperativamente, fatalmente, estas extrañas migraciones y me advirtió que: “en el ultimo viaje, ¡tendría que despojarme de mi cuerpo Porque éste seria un elemento inútil que no podría portar conmigo en la marcha por algunas constelaciones de los pueblos antiguos”.
Y en verdad así fue, mi vida desde entonces ha sido una serie de viajes interminables por todas las geografías imaginables del planeta... mas huelga explicar aquí de qué manera.
Henos pues en ese entonces allá, ella dándome extrañas e imperativas instrucciones para una absurda serie de migraciones en el futuro, y yo, considerándola como una adorable anciana inofensiva y ¡loca de remate!
Pero... ¿Cuántos años han pasado desde entonces? ¡No atino a calcular! La ansiedad que me produce el torvo cuchillo de sacrificio, pendiendo sobre mi pecho, en manos del feroz sacerdote Azteca, me impide pensar claro. Un instante más –“despojado de mi cuerpo”– estaré viajando hacia las primeras estrellas de la Constelación de la Tortuga, del cielo de Abya Yala de los pueblos americanos, en el postrer periplo predicho por la “Dama-Ángel”.
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