DEL CIBERPUNK AL BIOPUNK



De: Edmundo Paz Soldán
Alguna vez hubo el ciberpunk, y autores como William Gibson y Neal Stephenson se convirtieron en los modelos a seguir, con novelas distópicas en las que se reflexionaba sobre el lugar del individuo en un futuro cercano regido por las tecnologías de la información, la cibernética. Pero los géneros se transforman, y el ciberpunk puro y duro abrió paso a múltiples subgéneros; de todos ellos, los más vitales hoy son el steampunk y el biopunk. A mí el steampunk no me dice mucho (novelas y comics en los que el siglo XIX es reimaginado a partir de la incorporación de ciertas tecnologías que no pertenecen a esa época), pero el biopunk me parece fundamental para entender ciertas ansiedades del presente y especular acerca de los desafíos centrales del futuro.
En el biopunk, la preocupación ya no gira tanto sobre el peso de la revolución informática en la vida cotidiana, característica de novelas ciberpunk comoNeuromante (Gibson, 1984)) y Snow Crash (Stephenson, 1992) -y películas como Blade Runner (Ridley Scott, 1982)--, sino en torno a los alcances de la manipulación genética. Esta manipulación alcanza a los individuos, y también a la flora y la fauna. La distopía esta teñida de amenazas relacionadas con el cambio climático, con un mundo de ecosistemas desequilibrados por la acción del hombre.
Una novela clave de este subgénero es La chica mecánica (2009; Plaza Janés, 2011), de Paulo Bacigalupi. Esta compleja y atmosférica novela, ganadora de los premios más importantes de la ciencia ficción -el Hugo, el Nebula, el Locus--, está ambientada en la Tailandia del siglo XXII, un reino que se ha salvado del cataclismo ecológico -plagas producidas en laboratorios, la subida de las aguas que se ha llevado por delante a ciudades como Nueva York y Bombay-- gracias a que ha cerrado sus fronteras a los extranjeros. En ese espacio dominado por rickshaws, megadontes (animales prehistóricos recreados en el presente gracias a los laboratorios de genética del Ministerio del Medio Ambiente) y dirigibles (un guiño al steampunk), se mueve Anderson Lake, agente de una gran corporación de alimentos que busca frutas extinguidas en otras partes del planeta para robar su código genético y replicarlas. Lake es un pirata genético, un hacker de las plantas que se maravilla en los mercados de Bangkok al ver tomates, pimientos y ngaw que han regresado de la tumba.
Recubierta por un vistoso ropaje, en el fondo de La chica mecánica late una tradicional novela de espías y también una historia de amor de las convencionales. En su deambular por Bangkok Lake conocerá a Emiko, la "chica mecánica", un "neoser", un cyborg creado en Japón a partir de la ingeniería genética, y tratará de liberarla de su esclavitud. Los neoseres son respetados en el Japón, pero en países como Tailandia tienen un estatus inferior y son despreciados por su corazón artificial.
Con Emiko, Bacigalupi añade una creación fascinante a una larga tradición de la ciencia ficción, la de cruces entre el hombre y la máquina; los tailandeses se burlan de Emiko y la usan como un juguete sexual, pero, con los constantes avances tecnológicos, versiones de los neoseres de Bacigalupi podrían ser pronto la norma. Los movimientos mecánicos de Emiko la hacen reconocible, pero no está lejano el día en que el avance tecnológico llegue a un punto en que no se pueda distinguir a un ser humano de un neoser. Como le dice a Emiko un anciano pirata genético, "Puede que algún día los neoseres hereden el mundo, y pensaréis en nuestra especie como nosotros pensamos ahora en los pobres neandertales". El hombre natural será una reliquia, el cruzado por la máquina la norma.  
Al trabajar de manera muy lúcida con algunas ansiedades de nuestro presente, La chica mecánica puede convertirse pronto en literatura realista. 
(La Tercera, 28 de julio 2012)

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