Un año antes de su torta y su
titilante velita de cumpleaños, el ing. José Belisario Recacochea conducía su Hammer 2080 a
doscientos kilómetros por hora, por el
Séptimo Anillo de Circunvalación,
cuando un vagón del tren colgante de levitación magnética se desprendió
del resto de los vagones, y al zafar
del acero y del magnetismo de los polos que lo mantenían pegado a las rieles, cayó desde dieciséis metros de altura como un rayo mortal ,
estrellándose contra el techo del
vehículo. Del Ing. Recacochea sólo pudo
rescatarse su cabeza, milagrosamente sana. El resto del cuerpo se fundió, con un alto intimismo
molecular, a la chatarra y a los cuerpos
destrozados de veinte pasajeros que viajaban en el vagón .
La cabeza fue colocada en un cuerpo
provisto por la robótica, de fabricación
china, con treinta años de garantía, en cuya escafandra Recacochea pervivió, y
desde donde observaba, tratando de entender su condición, presa del
pánico, esa porción del mundo que le
presentaba el laboratorio del hospital, lleno
de objetos extraños , tan
lejanos a su conocimiento como a su
tacto pinzar , y a los que examinaba una y otra vez , recorriendo
con la mirada la sala en donde estaba internado, ayudado por los
movimientos accidentados de su cuello metálico que emitía una especie de
suspiro al girar sobre articulaciones plásticas, engranajes de cuarzo , músculos de nailon y
tendones de aire comprimido .
Las visitas de Maritza lo angustiaban
especialmente. Qué aberrantes caricias podían nacer de sus manos pinzares, en
sus desesperados intentos por demostrarle
amor a su esposa. Cómo correrle el mechón rubio de su frente, o
acariciar sus hombros o tomarla de la cintura para el abrazo, o del cuello para el beso, con su brazos abisagrados y su boca distante,
sellada para siempre, como dibujada en
esa cabeza prisionera dentro de una escafandra, sumergida en líquidos
alimentadores y oxigenantes, transparentes, puestos allí para evitar que muera
lo único orgánico que le quedaba.
Ni llorar le era posible. La ausencia
de un cuerpo generador de pulsiones fundamentales erradicó de su vida los
humores a los que estaba
acostumbrado, suplantándolos por unos cosquilleos ubicuos, invasores de su
cabeza: cráneo, nuca, frente, sienes , rostro, oídos, ojos, boca. Con la cara sumergida en
la esfera acuosa de la escafandra, aún si pudiera llorar no sentiría el lento
desplazarse de una lágrima por su mejilla, cuyo rastro en la piel sería
todo un símbolo de su existencia humana
tan necesitada de significados.
Gracias a Dios, Maritza era incapaz de ver el sentido trágico de la vida. Aún no se habían
acallado las voces de los medios de comunicación con sus escandalosas
acusaciones de culpabilidad contra la empresa “Recacochea y asociados” por el
descarrilamiento del vagón y los veinte muertos, y ya Maritza, en un alarde
de optimismo y buen humor, le decía al Ingeniero “ mi marionetita”,al
verlo colgado de unos cables que posibilitaban el paulatino ensamblaje del
cuerpo metálico. Celebraba con énfasis
que, seis meses después, el ingeniero Recacochea fuera capaz de pensar que movía un brazo y
otro, y que los brazos metálicos se movieran, a la orden, después de que la
intermediación de una computadora decodificara el mensaje cerebral
convirtiéndolo en mensajes electromecánicos. Gustosa se ofrecía para los
ensayos motrices de esos brazos, ante el terror de las enfermeras, quienes
secretamente esperaban ver a Maritza hecha papilla por la presión de esas dos tenazas que fungían de brazos y que Recacochea aún no dominaba. Pegada al pecho del robot,
abrazada por sus brazos, decía quedamente “ te amo mi Frankenstein”,
aprovechando el momento íntimo para agregar, casi susurrando: “ el Gobierno
Municipal nos está demandando por incumplimiento
de contrato en la construcción del sistema de seguridad del tren colgante de
levitación magnética”.
Las largas sesiones de fisioterapia
electrónica, con sus numerosísimas descargas eléctricas en el cerebro, lo
sumían en un profundo trance filosófico mientras sus grandes y pesados brazos
se movían como aspas, en una sucesión de acciones y reacciones promovidas por
una computadora que pretendía poner a punto sus reflejos locomotrices. El quien
soy, de donde vengo, a donde voy, no obtenía respuestas ni racionales ni
metafísicas, pero servía para fijar un
punto de confluencia en la vida de
Recacochea, al que llegaba, gracias al
ejercicio de una memoria
estimulada por las acalambradas descargas de los rayos, toda su parentela
ascendente trayendo consigo , a través de la historia familiar, sus aportes .
Entonces el Ingeniero Recacochea combatía la desazón arremolinada en
las aspas de esos brazos, con la recordación de los éxitos de su prosapia. Porque ya hubo un Recacochea
cuando Bolívar y cuando Sucre, que si bien no fue mano derecha ni izquierda de
ninguno de estos personajes, estuvo detrás de ellos, detracito del poder, casi
planchándoles los faldones del frac , obteniendo a cambio su cuota de
influencias. Hizo fortuna como
escribiente, manipulando los títulos de propiedad de los realistas caídos en
desgracia y de los criollos caídos en gracia;
y marcó el derrotero de toda una familia que a través de los tiempos
aprendió y llevó a su más alto nivel el arte de traficar, trocar , alquilar y vender
influencias.
Bajo el principio de la concentración
de riquezas, los Recacochea fueron familias cuya propensión a no tener
descendencia hizo desparecer a más de una de sus ramas genealógicas, y aquellas
que persistieron no tuvieron más de uno o
dos hijos, siempre bendecidos por la
buena salud, contrastando con las
numerosas proles con que las familias
criollas poblaban Sucre y La Paz, por
placer, por descuido, y muchas veces
movidos por la necesidad de
supervivencia familiar en épocas donde
los hijos eran considerados un capital amenazado al que había que
multiplicar, puesto que la gente se moría por nada.
Con la cabeza puesta en un cuerpo de
robot, más prisionero de sus imposibilidades y temores que del metal antropomorfo, se repetía que
los Recacochea fueron unos incansables luchadores y recordó que un Recacochea defendió valientemente la
condición de capital de Sucre, para pasarse después , aún más valientemente, al bando de los paceños cuando La Paz ganó la
Primera Guerra Federal, y radicado en La Paz, al influjo de los grandes mineros
luchó denodadamente para que el gobierno se olvidara del federalismo y se convirtiera en unitario, ayudando a
construir una Bolivia centralizada,
minera y burócrata, es decir, propicia a sus habilidades. Otros de la familia
lucharon por pertenecer a ciertas elites y se enriquecieron en simbiosis con
grupos de poder diversos, cambiantes según las épocas, agrupaciones dinámicas
de burócratas, mineros, militares, políticos de profesión, contrabandistas y latifundistas ambiciosos.
No te des por vencido, se decía a sí
mismo con conciencia vívida. Sobrevivir le demandaría un esfuerzo sobrehumano y
con esta certeza convocaba a sus ancestros como fuente de valentía para
afrontar el terror que le provocaba el
ser y no ser. Era él en su cabeza, como centro, y empezaba a no ser
él en la medida que se alejaba hacia la
periférica situación de sus extremidades metálicas. Era él en la voz interior
de sus pensamientos, y no era, en la voz
que surgía de unos parlantes localizados en su pecho acorazado, tratando de
imitarlo en una forzada comunicación con el mundo exterior. Era, cuando se escuchaba a sí mismo, y no
cuando los micrófonos le transmitían directamente al cerebro los sonidos de su
entorno. Extraño idioma el que surgía de los chips cerebrales implantados en su
caja craneal, decodificando y codificando los impulsos de ínfimos electrodos y
polímeros microscópicos, especialistas en la transformación de la información
bioquímica en pulsiones eléctricas.
En qué idioma habla, se pregunta,
cuando se escucha y no reconoce en lo que dice lo que pensaba decir. Se sobresalta presa de la angustia. Ninguno
de su parentela se vio obligado a vivir semejante trance. Los Recacochea
aprendieron a hablar en inglés, japonés
y chino, abandonando para siempre
el francés. En la segunda mitad del mil novecientos se llenaron de títulos
profesionales multilingües, instrumentos fundamentales para el ejercicio de la
burocracia de alto nivel, llaves que abrían puertas para brindar asesoramiento
a militares convertidos en presidentes de la República, a coroneles ascendidos a ministros, a tenientes interventores de organismos
diversos con los que se podían hacer negocios. Formando parte de la elite de
asesores paceños, fueron participantes perennes del poder, y se diversificaron,
transformando sus bufetes en centros de
capacitación para políticos antiguos y otros recién arribados, en donde
la abogacía se redimensionaba, abarcando lo mejor de la administración y las
finanzas, la sociología, la antropología cultural, informática, encuestas,
publicidad y marketing;
constituyéndose el bufete en un
importante centro de informaciones que
por periodos se convertía en una agencia
de espionaje, contraespionaje y chantaje político. Todo un arsenal para el dominio. Una garantía para
permanecer al servicio de oligarcas y de burgueses surgidos de la política, la
administración de las empresas estatales, la minería, la agricultura, los
bienes raíces y el comercio formal e
informal.
Los Recacochea solían salir airosos
de los sofocones que a su clase le imponía la dinámica de los tiempos, hasta
que los estranguló una realidad sospechada desde siempre, pero muy mal evaluada
en su potencial capacidad para destruir el mundo, tal cual ellos lo habían
construido. Por un lado, indígenas y campesinos paupérrimos, comerciantes de
coca, sindicalistas mineros
desplazados, pequeños empresarios y
gremialistas, encontraron el colectivo que los llevaría a constituirse en un
factor poderoso de poder político. Por otro, una burguesía desafiante,
emergente del oriente, alimentada
por un intenso crecimiento demográfico
promotor de un mestizaje que producía cariblancos dados tanto al derroche, a
las fiestas , al fandango como al trabajo creativo; ocurrentes bajo el influjo
del trópico, audaces, liberales,
anticonservadores; quienes moviéndose al
ritmo de la orquestación mundial, adheridos a la novedad , sintiéndose ciudadanos del mundo, montados sobre el éxito de sus empresas y de
sus multiplicados capitales, liderizaron movimientos sociales en el oriente
boliviano que empezaron a exigir su espacio en la repartija del poder político
en Bolivia y terminaron con los alcaldes nombrados a dedo por el Gobierno Central
y con los prefectos impuestos por el
Presidente de turno. Lograda la elección democrática de alcaldes y prefectos, y
convertido este éxito en bandera, iniciaron la lucha por las autonomías, cuyo
epicentro fue Santa Cruz, extendiéndose a Beni, Pando, Tarija, Sucre y
Cochabamba.
Recacochea se preguntaba qué diría su
abuelo si lo viera en éstas, a medio armar, parecido a los robots despatarrados
con los que jugaba en su infancia en un ejercicio de poder sobre el juguete , imitando el juego que
sobre las gentes ejercían su abuelo y después su padre. Fue su familia y los socios de ella
quienes , ante la insostenible
situación política provocada por la miseria de los campesinos del occidente,
frente al crecimiento del poder
económico del oriente y en defensa de
los intereses de La Paz , se inventaron lo que llamaron “ el Tridente”, un
plan, un discurso de tres puntas y un solo mango, para que sólo sea sostenido por los Recacochea y sus amigos,
decían. Un arma de tres puntas para liquidar las aspiraciones cada vez más
amenazantes de los cruceños, enfrentándolas , primero, con un apoyo efectivo
al indigenismo y a la revolución racial;
segundo, una nueva versión discursiva de
la lucha de clases cuyo objeto era destruir el sistema productivo de Santa Cruz,
y tercero, la promesa electoral de repartir el territorio del oriente y sus recursos
naturales, éste como el espacio vital
que había que conquistar para entregarlo a los habitantes empobrecidos de occidente. Un plan perfecto, dada las
circunstancias. Un ente que empezó a moverse como se movía el ingeniero antes del accidente. Pero al
ingeniero le cayó encima un vagón del tren, despedazándolo. Y al ente, ese invento familiar , le
cayó encima un movimiento político que
al principio fue un aliado eventual menospreciado, pero luego
se volvió indomable y poderoso. El mango del “Tridente ” le fue
arrebatado a su clase, y blandido como un arma
por un puño indigenista, acabó
con la larga permanencia en el poder de los Recacochea y sus amigos.
Los médicos consideraban que con la
nanotecnología estaban logrando
sorprendentes avances en la recomposición del sistema neurológico del ingeniero, quien ya podía pestañear a gusto.
Para él fue un gran alivio ver y dejar de ver a voluntad las cosas, ventanas , puertas, aparatos,
objetos persistentes. Recuperada la facultad de pestañear, durmió por primer a vez en ocho meses. Martiza, con
su particular sentido del humor, le decía: “ A ver, querido , haceme ojitos, haceme ojitos” y Recacochea, dentro
de su escafandra, se los hacía, ante el
regocijo de médicos y enfermeras. Si él hubiera podido sonreír, lo hubiera hecho, pues
estaba feliz de dominar la luz y la sombra como un efecto mágico de sus
parpadeos.
A veces parpadeaba rápidamente, sin querer. O se le
cerraba un ojo en la vigilia, o a mitad
del sueño se le abría. Es que los
eslabones nanotecnológicos de su sistema eran inestables debido a la extrema
sensibilidad de sus componentes. La
corriente eléctrica, incluso la
estática, podía provocar en ellos un caos de vínculos erráticos que se
expresaban en gestos faciales vigorosos, graciosos e inútiles, y de miradas punzantes,
desprovistas de párpados, o cubiertas
por éstos de manera enfática y recurrente. Esta accidental indomabilidad de la
luz le provocaba ,con sus relámpagos, efectos hipnóticos que hacían surgir en
su conciencia escenas llevadas en lo más íntimo de su ser, fogonazos de múltiples disparos a mitad de la
noche, explosión de morteros , estela súbita de los aviones que
caían del cielo, o helicópteros reventados por algún misil tierra-aire;
imágenes de la Segunda Guerra Federal que tenía profundamente grabadas en sus
pupilas, producto de la guerra de
occidente contra oriente que sumió al
país en la peor crisis de su historia.
La Segunda Guerra Federal terminó en
un empate catastrófico provisional. El oriente se recuperó antes que el occidente del
shock apocalíptico, y usó su
capacidad para producir y distribuir
alimentos como un arma más para someter a La Paz, Oruro y Potosí. Así,
el empate derivó en una victoria pírrica , pero suficiente para la creación de una nación federal, con la
ciudad de Sucre como capital de la república reconstituida, en donde volvieron
a localizarse los tres poderes del Estado. El Alto se constituyó en un nuevo
Estado Federal y la ex capital, La Paz,
se volvió un exitoso municipio turístico.
Libre de sus ataduras, Santa Cruz de
la Sierra inició un intenso proceso de
reconstrucción de la mano de los cruceños ,
a los que se sumarían gentes
venidas de todas partes, incluyendo la
familia Recacochea, algo recuperada de
las sacudidas históricas. La hermana del ingeniero insistió en el negocio de
las consultorías, mientras que él fundó la empresa constructora “Recacochea y
asociados”, unas veces unida a otras empresas constructoras de menor capacidad
pero con mayor influencia en el Gobierno Municipal, y otras veces asociada con los mismísimos alcaldes, según los tiempos.
De esta forma, una llamativa capacidad de gestión vinculada a la influencia directa de los alcaldes de
turno, lograron que “Recacochea y
asociados” obtuviera los contratos de
construcción de las más grandes obras de
ingeniería de la ciudad, entre ellas, el tren colgante de levitación magnética
que recorría el Séptimo Anillo de Circunvalación, suspendido a una altura de
dieciséis metros, desde donde el desprendimiento de un vagón con
veinte pasajeros adentro podía ser mortal.
Al cumplir un año en el Quinto
Hospital Japonés, le llevaron una torta.
Sin que fuera su cumpleaños, su hermana, dos sobrinos y Maritza, encendieron
una velita y le cantaron el cumpleaños feliz, en ruso. Recacochea lo tomó
con filosofía, diciéndose a sí mismo,
con una voz interior bastante metálica ya reconocía como suya, que al
final de cuentas cumplía un año en su nueva vida cibernética. Condescendientemente aceptó, sumergido en los
líquidos de su escafandra, que Maritza
acercara la torta al cristal de
su visor gritando “ que la muerda, que
la muerda”, y cuando graciosamente pidió
que Recacochea piense en tres deseos y apague la velita, el primer deseo del
ingeniero fue que Maritza desapareciera
de su vida para siempre. El segundo deseo fue el recuperar sus capacidades, pues esa vela
encendida y la imposible hazaña de apagarla estimulaba el insondable dolor
por sus dones perdidos. El tercer deseo
fue no escuchar más las voces , no aquellas
metalizadas que asumía como propias, o las de Maritza, de los médicos
o las enfermeras. Tampoco eran aquellas
voces lejanas que le contaban la
historia de su familia. Estas eran voces más torturantes, tan íntimas como sus
micro electrodos: las voces de los veinte muertos del vagón, que según suponía
Recacochea, al impactar sobre su Hammer 2080 fundió chatarras con órganos, y
almas con almas.
Los médicos estaban inclinados a
creer que había más alma en el resoplido del aire comprimido y en el zumbido de
la electricidad impulsora de movimientos, que en esas
voces de ultratumba. Por eso Recacochea no dio más explicaciones y se dedicó a escuchar a estas almas de mujeres y hombres metidos en su cabeza, quienes le hablaban de lo inhumano que era vivir en
esta ciudad cuyas grandes obras de ingeniería dividían, segregaban, conducían
al desasosiego absoluto con su automatismo robótico. Las voces le declamaban poemas. Soy la ciudad, me he
bebido el río. Mi piel de cocodrilo se levanta para besar las nubes. Los
satélites escudriñan mis entrañas para saber cuánta miseria ha digerido hoy. El
hombre es el barro con el que Dios construye las ciudades a su imagen y
semejanza. Y el ingeniero visualizaba anonadado
las obras de “Recacochea y asociados” de las que era cómplice : las
cintas sin fin transportadoras, radio
concéntricas, que distribuyen gentes,
bienes y servicios, desde el Primer Anillo de Circunvalación al centro, luego
de recibir su caudal de muchedumbres provenientes de “ los Topos”, esos trenes
que bajo tierra recorren el Segundo,
Tercer y Cuarto anillo de circunvalación
depositando su carga y recargándose, radial por radial, en cada una de las 28 intercepciones
subterráneas de su circuito, mientras
circunvalan la ciudad, las 24 horas. Bajo el cielo, sobre la superficie de los anillos y las radiales,
se mueven velozmente los vehículos unifamiliar con permisos especiales
conferidos por el municipio a quienes pueden pagar sus altas tasas por el uso
de las vías al aire libre. El tren
colgante de levitación magnética, como una arteria fundamental del organismo
urbano, transporta gentes y mercaderías,
impulsado a gran velocidad por el
séptimo anillo , con escasas paradas en puntos estratégicos localizados en la
doble avenida que bordea el río, llamada
la Costanera. El tren va cargando y
descargando vidas y bienes en los influyentes nudos de las autopistas Santos
Dumont, Doble Vía La Guardia, Prolongación Roca y Coronado, el Cristo Redentor
y la avenida Virgen de Cotoca, para después bifurcarse en dos líneas de
trenes que pasando por encima del jardín botánico,
circulan en línea recta hacia dos
extremos: la Estación Norte y la
Estación Sur, dos grandes estaciones
antípodas localizadas en el Gran Anillo
de Circunvalación Internacional que
forma parte del sistema vial
“Bioceánico” cuya función es unir el
océano Pacífico con el Atlántico.
Recacochea les dijo a sus voces “ por
qué más bien no me ayudan a apagar la velita”, y Maritza, como si le hubiera adivinado el pensamiento, la apagó
con un resoplido que empañó el cristal de la escafandra. Después uno de los
médicos dijo “ Felicidades; en su primer
año de vida usted empezará a andar” y
Maritza empezó a corear: “que se pare, que se pare”. El ingeniero empezó a
caminar. Las voces de las almas acallaron. Una especie de sonidos hidráulicos
fueron la música de fondo para su júbilo. Caminaba. Escuchó a Maritza
preguntarle al médico si esas patas no
le rayarían el piso de madera de la casa. Una enfermera tomó una de sus grandes
manos y lo guió hasta un objeto envuelto
en papel de regalo, puesto sobre una mesa, cinco metros más allá. Maritza se
apresuró a abrirlo, temiendo que Recacochea, en su torpeza, rompa el regalo. Abierto, emergió un tablero inalámbrico, con una serie de
botones, cada uno de ellos era una causa, con una etiqueta que informaba sobre
un efecto en el cerebro del Ingeniero. Maritza le dijo “te beso, te beso” y
apretó el botón con la etiqueta “beso” y el ingeniero, por primera vez en esa
eternidad de su calvario, sintió en su cerebro
un beso tierno, prolongado, tibio, suave, humano. “También hay caricias”
, decía Maritza con entusiasmo infantil
y al tocar el botón correspondiente, logró que Recacochea entrecerrara los ojos, abandonándose a una caricia maternal,
fundamental, entrañable. “Cosquillitas, cosquillitas” decía Maritza, apretando
otro botón, y el ingeniero respingaba con placer ante el hormigueo de unos
dedos invisible que lo puncionaban. Maritza seguía: “Rasca, rasca” y al pulsar
le botón “rascar”, el ingeniero sintió que algo le rascaba todo el cuerpo que ya
no tenía, devolviéndole la certidumbre sobre su condición humana.
Maritza dejó el tablero para
invitarle torta a su cuñada, a sus sobrinos, médicos y enfermeras. Recacochea
no se recuperaba del placer de sentir, y bajo ese influjo, hablando consigo
mismo le habló a las voces de su
prosapia y a las voces de ultratumba,
diciéndoles que a lo mejor esta nueva vida no será tan mala. Luego, como para verificarlo, con pesado índice apretó el botón “orgasmo”.
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