Rendez-vous


A pedido de algunos amigos, doy aquí una muestra de El fuego y la fábula, libro publicado el pasado 29 de julio en La Paz. Este cuento se encuentra en el ciclo "Viajes". Espero que logre abrir el apetito del lector...


Toulouse, 25 de abril

Querido amigo:
Aunque no lo creas, hoy he visto al diablo.
No es una mujer hermosa. No es un anciano venerable, ni mucho menos uno de esos engendros que pueblan la Biblia y los tratados de demonología.
Es una nena; sí, una nena que espera frente a la panadería. Lleva un vestido raído, unos zapatitos negros, el pelo recogido, y esos ojos como brasas miran fijos la vitrina llena de panes y de dulces. Me inclino sobre ella, le pregunto: "¿Y tu papá?”
Entonces, en un relámpago de hambre, me mira y mira las bolsas llenas de pan y de dulces. Esos ojos me miran, amigo, y me sujetan de inmediato las entrañas. “Quiero...”, dice, y señala las bolsas.
Nada más decirlo –me pregunto si en verdad lo dijo o si lo adiviné en su mirada–, meto la mano en una de las bolsas y saco lo mejor del pan y de los dulces.
La impaciencia de los mordiscos, del tragar ansioso, sin tregua, me llega al estómago hastiado, trabajado por los jugos gástricos. “¿Y tu papá?”, insisto.
Por toda respuesta, ella me tiende una mano tímida primero, torpe después, y finalmente tembleque –no sé si de goce o de vergüenza–. Y he aquí el sol de mediodía sobre nosotros, haciendo más desiertas las calles del domingo polvoriento.
No puedo evitar un estremecimiento al ver esas uñas negras, llenas de un emplasto parecido a la tierra y a la sangre, agarrarse del pan como de una rama en su caída hacia el abismo. “Me las comí”, dice ella, casi roja de vergüenza.
Más rojo yo, echando vistazos significativos hacia el interior de la panadería, le tiendo finalmente la mano, decidido a llevarla al albergue o a la gendarmería o al hospital o adonde sea que uno debe llevar a una nena así.
Pero le gustó mi casa. ¿De qué habrá servido que le dorara la píldora a la puerta de la gendarmería, frente al albergue, a las gradas marchitas del hospital? Un llanto incontenible, salido de madre y lleno de unos chillidos de la entraña del alma, regaba las aceras, la calzada vacía, trepaba como yedra hasta los balcones abiertos, publicando mi desgracia. En cambio, a la vista de mi pobre apartamento, de nuevo las brasas encendidas –agradecidas– y los zapatitos sobre el parqué antes de balancearse suspendidos del sillón de mis lecturas.
Tú sabes mejor que nadie, amigo mío, el vacío que tengo en las manos, en los pasos, desde hace tanto tiempo. La presencia puede borrarse –no la ausencia. Y te confieso que las manos y los pasos de mi hija y de su madre poblaron mi casa, casi físicos, hasta el día de hoy.
Tú sabes mejor que nadie que sería incapaz de hacerle daño a nadie –y menos a una niña–. Fíjate bien, entonces, en cómo sucedieron las cosas.
Bueno, llega la hora de cenar y la nena no se ha movido de su sitio. Mira fijamente el parqué, sin pestañear, casi sin respirar. Se derraman las sombras del anochecer y parece extasiada.
Unos escriben que el demonio habla latín; otros, que mezcla el italiano y el español. Lo cierto es que el demonio no habla. Desdeñoso del lenguaje humano, no condesciende a las palabras. No obstante, sabe hacerse oír mágicamente.
La prueba: susurrante cada sílaba, impregnada la voz por la saliva, sale de sus finos labios, sí, de su boquita inocente, una terrible amenaza. Se dirige a mí, lo sé. Estoy preparando la cena y levanto la vista y sorprendo sus ojos fijos en mis ojos. Bajo la vista; hago de cuenta que no he oído nada. Y el cuchillo sigue cortando los instantes en nerviosas rajas de silencio. “¿No quieres ducharte?”, me animo después de un silencio lleno hasta el borde.
Y, al volver en mí, la nena sale ya de la ducha, con una toalla envuelta en el cuerpecito, y otra, a manera de turbante, en la cabeza. Al quitársela, me deslumbra la cascada rubia de su pelo. ¡Cómo estaría de sucia para engañar a estos ojos mortales!
A la mesa, veo que agarra una muñeca. No es sólo una muñeca. Siento vértigo de sólo verla, después de años, a la mesa. “¿No tienes hambre?”, le pregunto.
Por toda respuesta, la nena aprieta –estruja– la muñeca contra su pecho. “¿No tienes hambre?”, repito con un hambre sin nombre.
Por toda respuesta, la nena balancea sus piernas desnudas. Entonces se oye, extraño tictac, el sonido pegajoso de sus pies descalzos sobre el parqué. “¿Tienes papá?”, le pregunto.
No contesta. Mira fijamente el salero y balancea las piernas desnudas. A unos metros, veo los zapatitos rotos, vacantes. Al volver la vista me doy cuenta de lo irremediable.
Ya le ha abierto la boca a la muñeca. Ya le ha abierto, con la punta del cuchillo, una brecha que sangra su inocente contenido. Y sin mover los labios, la llama por su nombre: “Josefina”, dice (pero sin decirlo) y le mete sal por la pobre boca de trapo. “¿Cómo sabes su nombre?”, le grito, eufórico de pronto.
Fogatas prendidas por un viento infernal, esos ojos me miran como si quisieran crucificarme. En un impulso ciego, el diablo destapa el salero y derrama toda la sal sobre la comida. Me asalta entonces (aún me atormenta) el penetrante olor del azufre. Y aunque no lo creas, en la montaña de sal humeante, distingo el rostro de mi hija que grita desaforada.
Pero me despierta el ruido de un plato hecho añicos y el llanto –el rugido– que atrae como un imán a la vecina. Y cuando me fijo, veo a la nena con la toalla en los pies y un alarido implacable en el pecho desnudo. Y cuando me fijo, tengo al vecindario a la puerta, que me mira con asco, al tiempo que los gendarmes me sacan a empellones de mi propia casa.
Nadie quiere oír lo que tengo que contar. Hasta el abogado me dijo con sorna: “Siga así: el asilo es mejor que la cárcel”. Como si fuera poco, soy latino. Y para colmo de males, todos creen que no existes, sólo porque no contestas al teléfono. Ya lo sé, no he dado signos de vida en meses, pero no olvides, François, que eres mi único amigo.
Seré viudo, huraño, todo lo que tú quieras; pero eso sí: no estoy loco. Locos están aquellos que se persignan al oír el nombre de Satán de mi boca ensangrentada por los golpes. Porque cuando lo has visto cara a cara, sabes –en un relámpago– que Dios no existe. Y en la noche de la celda brilla como nunca Su terrible ausencia.

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