Casi un sueño


L
as personas, los muebles y las cosas que me rodeaban fueron desapareciendo hasta dejar aquel cuarto vacío. Pronto fue el turno de las paredes, que se fueron evaporando al tiempo que el suelo, hecho de tercos tablones de madera, increíblemente resistía. La noche, una noche universal, se hizo alrededor. Sobre los tablones se proyectaba una isla de luz, una columna de neón en la cual –fue una decisión instantánea– me metí de cuerpo entero. Me asombró el hecho de que mi cuerpo permaneciera allí, intacto, como si hubiese encajado una pieza de puzzle en la luz. En ese momento vi unas formas flotando en la oscuridad circundante: decían algo, movían manitas gelatinosas, sin atreverse a acercarse demasiado. Parecía una invitación a la noche, pero no me moví de mi sitio: yo también tenía miedo. De pronto, entre ellas, creí reconocer a un pariente querido. En vano traté de zafarme. Atenazado por la luz, impotente, vi alejarse esas formas ágiles mientras crecía un ruido de roldanas. Levanté la vista, pero entonces cayó algo duro, macizo. Pesadísimo. Los tablones del piso temblaron contra mi espalda. Luego, un ruido de clavos, los gusanos, estos huesos, tal vez la eternidad.


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