CAOS S.A., de Dennis Morales Iriarte




“Hace frío”. Era lo único que podía pensar Darwin Vargas a pesar de su aparejo de incursión hostil que trabajaba inteligiblemente para protegerlo de las inclemencias del clima. ¡Pero qué clima, sin duda! Ahora, de noche cerrada y sin luna, la sensación térmica llegaba a hasta menos 32 centígrados. Darwin miraba a su izquierda y no podía entender cómo Carolina Scott se apañaba para soportar mejor este frío casi glaciar. Tal vez el hecho de ser mujer le llevaba a otros límites la definición del dolor (o del frío), o la del control del dolor. Siempre le otorgaba el beneficio de la duda a ese respecto, a pesar que creía sin lugar a dudas que era en el control en lo que ellas tenían la delantera.

Pero Carolina Scott era tan especial en su forma cotidiana de ser, aún para un alma gemela. En contraste con ese frío intenso, ella lograba ser tan candente como un volcán en erupción a la hora de hacer el amor, como si fuera la última vez; y así lo habían creído innumerables veces.

En realidad la intimidad no era lo que en ese momento le interesaba. Sino más bien el objetivo real, crudo y tangible que se vislumbraba en el lejano enclave que vigilaban entre las montañas, desde una elevada posición en una cima innominada. Ella con su colimador láser de espectro invisible, que más bien parecía una aparatosa linterna defectuosa que un rifle ergonómico sujeto en un bípode; y él prácticamente indefenso. “¿Qué arma podría usar con efectividad si el blanco se encuentra a 2.257 metros, un obús que por casualidad tenía guardado en el culo?”

No señor. En esta misión no estaba incluida la valentía irracional para eliminar personalmente al enemigo, mucho menos con sus propias manos que asían chucherías ineficientes. Se necesitaba algo más grande, y ellos dos por supuesto que lo tenían.

¿Para qué? Bien, para ejercer aquel derecho constitucional tan antiguo como los hebreos bíblicos lo hacían, y no era nada más que venganza. Simple, fría y metódica.

“Ellos usurpan una multitud de países indefensos con su ideología, matan gente inocente y luego quieren salirse con la suya; nosotros podemos devolver la ignominia con duras estocadas, llegando aún cuán lejos como a sus corazones. Ellos están locos, nosotros estamos cuerdos. Ellos están equivocados, nosotros en lo correcto. En fin, así es la guerra”.

–Bien, nuestra ave tiene que estar ahora a 20 klics –habló Darwin como para librarse de la modorra y de la escarcha que se formaba en la nariz de su pasamontañas–. ETA: diez más-menos tres. Hay que estar más atentos que nunca; mis instrumentos no predicen ninguna demora causada por las turbulencias de alta montaña. ¿Quieres algunas anfetaminas para avivarte?

Claro, eran las 3 AM locales, estar alerta ya era difícil.

Carolina Scott asintió sin decir nada, ese era su clásico estoicismo del momento. Descansó su pesado rifle y por unos alarmantes segundos el láser invisible se dirigió a la negra inmensidad. Vargas escandalizado, con suma urgencia tomó de su cinturón un dosificador que parecía contener dulces infantiles por sus colores llamativos, con su otra mano entumecida agrandó la abertura del pasamontañas de Carolina revelando los labios otrora carmesí ora grises que se abrían para recibir dos pastillitas expelidas del dosificador.

Darwin, probando él mismo otro par de anfetaminas, hubiera querido besar esos labios solo para calentarlos, pero no había tiempo, en ese lapso irresponsable el ave se dirigía hacia el infinito nocturno apenas estrellado. De prisa, de prisa, de…

–Relájate, Darwin. Aún está lejos –indicó Carolina reasumiendo su posición con la mira colimadora. Solo su voz, tan dulce pero firme, era tranquilizadora en ese momento–. No pudo haberse desviado ni siquiera un grado. Mmm…vainilla.

Un sabor tan tropical, como de las orquídeas del que provenía.

Oh remembranzas…

Como las hermosas orquídeas del jardín en la isla tropical en el Pacífico Sur, donde trataban de pasar la mayor parte del tiempo esperando por un contratista que demandara de sus excelentes servicios “a domicilio”. Un negocio tan lucrativo que a pesar de todo no les permitía conservar una sola identidad por mucho tiempo, y de sus rostros ni hablar. Eran de lo mejor en prótesis inteligentes directamente adheridas a sus huesos y que podían cambiar de forma a voluntad y, lo mejor de todo, eran indetectables en cualquier aeropuerto que los recibían como turistas ordinarios.

Cambiaban tanto de aspecto y tan seguido, que incluso bien podrían desarrollar cualquier síndrome de personalidad múltiple, pero el entrenamiento mental además de físico que llevaban juntos les permitía encontrar un equilibrio con sus cuerpos camaleónicos. Una estabilidad tal, que siempre trataban de llevar a planos superiores, incluso con una entrega sensual total cuando se merecían.

Poco importaba si las exigencias les obligaban a compartir el lecho con hombres o con mujeres, indistintamente, si lo único que tenían en mente era el reto de cumplir los objetivos que sus contratistas promovían.

Sin embargo su desempeño y participación eran más bien escasos. No todas eran buenas causas por las cuales luchar por una suma de dinero. Resumiendo, no eran asesinos despiadados a sangre fría. Si un trabajo tenía que hacerse era por una muy buena razón, una que justificara plenamente los medios.

Ahora en medio de la nada tenían una muy buena razón para congelarse los traseros: librarían al mundo de cierta idiosincrática despreciable; no de toda, claro, eso era imposible en este mundo.

–T menos cuatro –anunció Darwin contemplando el pequeño monitor de telemetría–. Empezando a ascender a 40.000 pies. Marca.

–Será mejor que revises otra vez si han hecho el depósito verdadero y no uno fantasma. ¡De prisa Darwin! –Carolina siempre era metódica aún hasta el último minuto. Aún podían abortar la misión si era necesario.

Darwin abrió una pequeña carpeta plástica que contenía nada más que un teclado digital estándar, sin cables, sin monitor, ya que no los necesitaban, sus propios ojos eran las pantallas: tenía puestos lentes de contacto con interface a la Internet. Podía revisar su cuenta en el banco de Ginebra sin abrir los ojos siquiera, y en efecto, sin lugar a dudas, eran 50 millones de Euros más ricos que antes.

–Luz verde –indicó gozoso. Ahora la telemetría del Ave era más importante y era su única responsabilidad. No podían echarla a perder ahora más que nunca.

El paquete estaba cada vez más cerca de ser entregado. Ciertamente no morirían pocos, pero era inevitable, era el precio de la justa retaliación. Todos quieren un mundo mejor, pues bien, este es el aporte de Carolina Scott y de Darwin Vargas, aunque naturalmente nadie nunca les agradecería. Eran aquellos corsarios anónimos que surcaban cualquier vicisitud para igualar la balanza en un mar de iniquidades, de unos, de los otros. En fin, ¿quiénes eran ellos para juzgarlos? Solo eran una variedad de peones en un tablero cósmico cuyo juego nos les importaba tanto como para vivir de él. Eran tan independientes como humildes en este amplio mundo y tampoco necesitaban panegíricos alguno.

Un centenar de segundos para la máxima entrega.

Total como la de ellos dos a sí mismos, a un ritmo trepidante en el palpitar del tiempo en transcurso, maestros de los ímpetus y recompensas en un prolongado coito silencioso, porque a la muerte le continúa el renacimiento, para ellos y para tantos.

–¡Aproximación completa! –bramó Darwin accionando el último control maestro que acabaría con lo que otros, no ellos, habían empezado sabía Dios (cualquiera de ellos) cuándo.

El mundo era así.

Muy alto en la estratosfera, el Ave, cuya autonomía le permitía circunvalar el mundo hasta tres veces, no era más que un avión no tripulado de escasos siete metros de envergadura. Era un artificio inteligente por completo invisible al radar, sin rastro de calor, sin rastros de eyecta gaseosa, y silencioso como un suspiro, convirtiéndolo en una sombra sobre las tres dimensiones tangibles. El aeroplano portador de la venganza, como tal, estaba a punto de desintegrarse.

Y lo hizo, todo el fuselaje, alas y motor fueron expelidos por todos los lados como en una explosión, quedando solamente un núcleo alargado que caía como un misil, porque en realidad era eso. Un proyectil de cuatro metros de largo que experimentaba primero una caída libre, luego una ignición acelerada, dirigido con tozudez hacia su destino final. El enclave en las montañas.

Puesto que el microcomputador del bólido no reparaba en la velocidad necesaria, inició un segundo propulsor: un relámpago en el cielo aún visible para Darwin y para Carolina, que ya no necesitaba el colimador láser.

Un leve destello que se precipitaba desde las alturas. El dedo de Dios.

Impactó en la tierra a más de trescientos metros por segundo.

Y desapareció.

¿Alguna vez alguien habría soñado con tener el poder absoluto y ser a la vez incorruptible? En la Tierra solo había hombres y mujeres, de carne y sangre. Soñar para ellos era una cuestión cotidiana.

La noche en el enclave se hizo día.

La onda expansiva, no mucho menos brutal, se sintió en dos pulsos: primero en la tierra bajo de ellos, instantes después otro en el aire que respiraban, aún en la alta montaña. Una limpia explosión del núcleo de deuterio les obsequió hasta 80 kilotones de pura energía capaces de obliterar todo en aquella instalación subterránea que era el blanco.

La noche en el enclave regresó. Ni siquiera había quedado oxígeno para alimentar cualquier incendio y a lo lejos, a 2.257 metros, otra vez reinaba el silencio y también la oscuridad como si nada hubiera pasado, puesto que ya nada quedaba de ese lugar.

No había piedra sobre piedra, solo un cráter inconsistente y desmoronado hacia adentro, como un embudo derruido, en lo que antes se había conocido como NORAD dentro la montaña.

–Pobres –dijo Carolina Scott aún recostada. Los detritos atmosféricos empezarían a caer solo dentro de un santiamén–. Apenas si la vieron venir, ¿unos tres segundos de alarma? Eso todavía me reconforta un poco.

–Te entiendo… –concluyó Darwin Vargas con un suspiro–. Ahora mejor si desaparecemos. Otra vez…


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