Se encontraba sosegada por el respiro absoluto que daba en paz, apoyada en el marco de la ventana, con los largos cabellos al viento, un día sin sol, gris, encapotado. Ojos que brillaban taciturnos con la mirada perdida en la melancolía del paisaje, techumbres viejas, otro mundo otra historia vista desde las alturas; una ventana en un castillo. Una mujer en la ventana.
¿Quién la saludaría? Nadie; no había un alma que se percatara de ella. Podría pasar una hora o diez y sus pies dormirse para siempre, y no habría alguien a quien regalar una sonrisa, ni mucho menos una mano en alto. Nadie. Llegaría la noche y no importaría que un día menos acabara. Vendrían miles con la esperanza del sol al despertar, cantando los payos, danzando las mozas; mas ahora nada. Un día sin sol, gris, encapotado.
No daba más, regresaría al cobijo de cien gruesos muros, el mundo aparte, a la realidad creada con delicadeza por los suyos, por ella misma. Se levantó con decisión y estiró los brazos, arqueando la espalda; si habría sol se bañaría con su calor los senos. Hoy no. Un último respiro en paz, daría un paso, dos, y abandonaría la visión infinita, árboles, techos viejos, y a lo lejos cerros y montañas. Antes tenía que despedirse.
«Adiós mundo», le dijo en un suspiro, y sin advertencia alguna, el mundo triste ese día le envió un emisario que volaba con estrépito, zumbando grandes alas. La mujer contuvo la respiración recargando su cuerpo hacia atrás, al descubrir la mágica figura de un ser volador que se posaba con magnificencia en el marco de la ventana. Primero todas sus patas estiradas bailando en el aire, luego su pesado cuerpo de insecto. Estiró unas alas translúcidas hacia atrás y las protegió con gran exhibición en gruesas corazas de escarabajo, en su forma final y definitiva. Belleza incomparable de color azul en reflejos de mercurio y plata, un universo dentro su caparazón refulgente. Vivo.
La mujer se tranquilizó. Había valido la espera después de todo, y le dijo no sin guardar prudente distancia: «A ti te saludo, oh noble escarabajo, que te alimentas de las mieses y del polen, y que alegraste este día con tu vuelo. Si el viento te ha traído hasta mi ventana agradeceré siempre al viento, pero si tu voluntad ha querido llevarte a lugares extraños, mi casa será tu hogar desde hoy y no te será más extraña».
El escarabajo hecho de piedra refulgente en gruesa armadura, inexpugnable y firme, sólo podía mover las antenas de perlas negras engarzadas, que asomaban cerca a los ojos abombados con millones de reflejos, y de reflejos dentro los reflejos. Ventanas del alma de insecto, se sabía, quintaesencia de la chispa de la vida en un ser de misteriosa belleza. Tan vivo como también lo era la joven mujer, sintiéndose atraída por la singularidad de todas sus partes articuladas con artificio y perfección azul. Un sueño para los que duermen, pero no para ella, que estaba bien despierta. Se acercó contemplativa sin reparar en su agitada respiración que irrumpía sobre el visitante, que pasaba de la quietud escultórica a la reserva en una actitud de defensa arqueando más las patas.
«Lo siento mucho –le dijo asustada– si te he incomodado, y para mostrarte mi gratitud por tu presencia, honraré tu visita con mi respeto y dedicación. Serás mi huésped si lo deseas, y te brindaré albergue esta misma noche, y te haré un lecho de flores con fragancias donde puedas pernoctar».
Corrió adentro con prisa desmedida y con el temor que el escarabajo azul se marchara durante su ausencia, mas no le costó nada la inusual labor y empresa que departía en los pasillos y corredores, con pulcritud adornados al día. Al cabo regresó con una fuente de porcelana en manos, grande como todas sus esperanzas y llenas de promesas dulzonas en forma de rosas, margaritas y claveles; azucenas, lirios y jazmines; dalias, azahares y azafranes. El escarabajo azul aún esperaba por ella.
Sin miedo y con dedicación acercó la fuente al borde del marco de la ventana, y como un encantamiento los olores disparados invitaron al escarabajo a renquear con decisión y buen paso, hasta posarse en el suave manto que le acogía en jauja, como el paraíso para los hombres. No tardó en apoderarse de su reino floral, escondiéndose en el blando entierro orgiástico de tantos pétalos como estambres y anteras mil.
La mujer complacida corrió de puntillas a esconder el tesoro en sus propios aposentos, depositando la fuente en un lugar privilegiado. Acaso lo convirtió en un altar frente a su lecho, escondido por adormilados tules que bajaban desde el techo con exquisitez y delicadeza femeninas.
Llegada la noche, el sueño y la desilusión de un día que murió sin sol, gris, encapotado, la mujer vestía un largo camisón de suave y pálida seda, delgada como el rocío mañanero, que solamente escondía el color de su desnudez, y se alistaba a dormir. No sin antes tratar al menos de arropar con flores frescas al oculto huésped azul que no daba señal de su presencia. Llevaba en la mano la lámpara de alcohol que escondía la llama tras el vidrio ondulado y en la otra un cesto con capullos, brotes y pimpollos florales, que la servidumbre le había provisto de los amplios jardines.
Temerosa de irrumpir otra vez en la quietud de un mundo insectil, como el mundo lo era también de ella, se dedicó a colocar el fresco y húmedo manto inmediatamente sobre el anterior, que enseñaba cierta marchites, y le habló con nostalgia:
«Mil flores te daría cada día si mil días te quedaras conmigo, pero sé que tu vida es fugaz como una estrella indecisa que cae del firmamento en noche despejada. Y si así fuera, longeva existencia, quién sabe te entregara mi devoción y ternura como a un corcel, leal cabalgadura. ¡O mejor aún!, si un deseo se hiciera realidad con la simple petición, entonces yo deseara con el corazón ferviente convertirme en un hada confeti, y posarme en tu espalda cuando emprendas el vuelo aferrada a tus fuertes antenas, y escapar de estas murallas.
» “Eres una dama”, me dicen mis padres, pero ellos no saben el secreto que a continuación te voy a contar: Ya no soy joven para el amor, y no me resignaré a esperar por el esposo que mis padres escojan. Tal vez tú, bello escarabajo azul, escuches mi deseo con el corazón ferviente, y vengas por mí». La fuente ebúrnea estaba ya rebosante de flores delicadas y ligeras, y sin más caminó a su lecho abriéndose paso entre las cortinas del techo, y también entre el denso perfume que emanaba la fuente y que envolvía cada rincón de su habitación. Tan fuerte y concentrado que llegaba acaso a marearla, pero no le importaba. Si el escarabajo azul era feliz, así también lo sería ella. Y durmió soñando que soñaba un sueño.
Había ocurrido dicha noche, que el viento cómplice y elucubrador había soplado tanto que abatía las nubes negras, abriendo la bóveda oscura con un desgarro de luces de luna llena en fondo estrellado. El claro de luna incursionó veloz y fortuito por el ventanal de cortinas descorridas por omisión, bañando de luz el interior de sus aposentos, cayendo directamente en la fuente que generaba certeros movimientos que pugnaban desde dentro, en el cúmulo de pétalos, por la libertad en la forma del encantamiento de Luna Llena. Chispas resplandecientes emergían del florido encierro, chispas azules que danzaban como luciérnagas animadas, levantando un halo etéreo que fluctuaba en una marejada de estambres y otros cuerpos delicados. Fluctuación que emergía de la misma fuente, en la forma de luces azules que se metamorfoseaba sin prisa en el cuerpo de un hombre de pálida tez, también azulada en la desnudez de un cuerpo inmaculado, que descendía y se habría paso hacia la mujer que yacía dormida.
La miró esta vez con ojos humanos que no escondían nada, aún en el momento de arrebatarle las cobijas, tan lentamente que no lo habría notado, para luego encontrarla indefensa ante él. Se acercó aún más hasta sentir esta vez el perfume de mujer que ella misma destilaba en su piel, y para poder consumar el encantamiento se deshizo de la suave seda que la protegía. Luego nada los separaría.
La mujer despertó con una fuerte respiración, encontrando al escarabajo azul convertido en hombre apuesto sobre ella, dentro de ella, y no sintió miedo ni desesperación celebrando el amor que le había prometido. Y fue feliz, y remontó el cielo sin tener alas por que no las necesitaba.
La Luna Llena seguía su curso en el firmamento llevando su luz lejos, a otras partes en lontananza, acabando el encantamiento que tanto había deseado la joven dama, quedando otra vez dormida, complacida. Viva.
El día llegó con la resaca fresca, herbácea, de todas las flores desperdigadas en el suelo rumbo al ventanal abierto de madrugada, con el alba apenas clareando, junto con los escalofríos que le hacían despertar reconfortada apenas con una sábana, sabiendo que el escarabajo azul se había marchado volando por la ventana.
Una extraña sensación se apoderó de ella incorporándose, lentamente y sin temor, para constatar la humedad revoltosa que sentía en su lecho. Se quitó el único cobijo, y encontró el legado del escarabajo azul en formas tales que rondaban indecisos entre sus piernas.
«Azules cual padre, oh hijos de la luna», los llamó.
Una historia de amor no siempre lleva los colores de un cuento de adas. Sin embargo, la intensidad en la mirada de la dama hacia el escarabajo, es sin duda alguna el relato claro de la existencia intangible del aquel sentimiento.
ResponderEliminarFelicidades Dennis por el cuento, lo disfrute. :)