LAS MANCHAS DEL SOL, de Manuel Vargas Severiche



Hubo un tiempo en que yo trabajaba como productor de televisión y venía a buscarme mucha gente. Conocí a artistas fracasados, comerciantes, ociosos, adoloridos, muchachas pretenciosas, biznietas de Libertadores; grises humanos en busca de emociones, de notoriedad, quizá de compañía...

Una mañana entré a mi oficina y vi delante de mi escritorio a una mujer que me esperaba sentada, con la mirada en el vacío y apretando en su regazo una gran cartera descolorida. Miré a mis vecinos de los otros escritorios y se hicieron los que estaban muy ocupados en su trabajo. Aún de pie, la saludé y me miró algo sorprendida, como si un extraño orgullo no le permitiera contestar. Recién al sentarme escuché su voz triste y
perentoria.

—Señor, ¿aquí es la Televisión Universitaria, no es cierto?

—Así es, señora.

—Entonces necesito que me escuche, ya he caminado bastante...

En vez de continuar con lo que yo creí una larga queja melodramática, sacó un paquete de su cartera y comenzó a desenvolverlo. Eran periódicos amarillos y papeles casi deshechos. Acercó su silla a mi escritorio y los puso delante de mis ojos.

—Señor —continuó al fin—, me llamo Eveline Hinojosa y soy científica, aquí tiene las pruebas. He malogrado mi vida en investigaciones sobre el sistema solar y otros sistemas, pero nunca me han hecho caso... Y lo peor es que ahora he sabido que quieren robarme, quieren apropiarse de mis descubrimientos.

Miedo, silencio. Por su rostro y sus manos, le calculé unos cincuenta años.

—¿De qué tratan sus investigaciones, señora?

—Ya le he dicho; el sol. Lea, lea, aquí están las pruebas —se puso de pie y vino a mi lado—. Estos son algunos títulos y certificados de las academias de San Paulo y Montevideo, y aquí tiene un primer capítulo de mi libro, publicado en una revista especializada. ¡Lea!

Volvió a su asiento como dispuesta a esperas otros cincuenta años.

Papeles sellados, membretes de universidades, sociedades geográficas y astronómicas, grasosos, transparentes.

—Señora, ¿usted quiere participar en alguno de nuestros programas o...?

—Eso lo veremos después, de acuerdo a mi tiempo. Yo sólo quiero denunciar el robo que se va a cometer en relación con mis descubrimientos sobre la otra cara del sol... Ahí está, en el artículo de esa revista, lea la fecha y todo lo concerniente...

—Entonces, debe hablar usted con el jefe de prensa, yo...

—¡Pero primero lea!

—Sí, pero no puedo leerlo en este momento. Déjeme el artículo y vuelva mañana.

Bajó la vista apretando su cartera; cuándo dejarán de impresionarme los locos, pensé; ordené sus papeles separando el artículo en forma de diario, con fechas, días, horas.

—Usted no puede desconfiar de nosotros —le dije—. La Universidad tiene que velar y apoyar este tipo de trabajos. Mañana se lo devolveré.

Tomó los certificados y los guardó en su cartera.

—Le voy a dejar mi artículo, como usted le llama, léalo con calma hasta mañana.

Es urgente, señor, esto tiene que conocer el público nacional e internacional; los norteamericanos quieren robar mis descubrimientos, y yo nunca he recibido dinero, he ido a la televisión del Estado y he esperado en vano una respuesta favorable, no me conocen, no me reconocen en este país.
—Yo... mañana...

—Gracias, señor, no imagina usted el gran servicio que nos prestará a los científicos de todo el mundo.

Se despidió, la vi salir de la oficina y respiré, como si acabara de vencer un peligro. Algunos de mis compañeros se acercaron a curiosear.

—Bah, es una loca —les dije—, ¿por qué no la mandaban al Estudio para hacerle creer que le grababan y listo?

—Quería hablar contigo —me dijo no sé quién—, y pensamos que te podía interesar para alguno de tus programas.

Esa noche, en mi casa, leí el texto. No lo tengo ahora en mis manos, ¿para qué habría servido? Igual no lo entendería nadie. Era un impreso, con letras nítidas a pesar de los años, pero sin pies ni cabeza. Las fechas no tenían una relación lógica, no había noches y días separados...

Imaginen a una mujer en el principio de los tiempos; tal vez no tiene sexo, o quién sabe si alguna vez fue puro amor, cuya energía —libido, secreción química, instinto— poco a poco fue concentrándose en su cabeza. Entonces aún no había noticias del telescopio, o quién sabe si no servía para observar verdaderamente el sol.

Vive sola en una cabaña rodeada de niebla, hace frío. A veces recuerda que tenía madre, pero la olvida con frecuencia, como olvidó a sus semejantes y borró a la sociedad y sus obras.

Se levanta una mañana, pura mente, pura energía, y cree que ha llegado el momento de comenzar con sus investigaciones.

Desde la claraboya mira el cielo, está nublado, decide esperar.

Se prepara café en una caldera; poco a poco entra en calor. Vuelve a mirar. Ahí está el sol, amarillo, cercano; ella se concentra; necesita algunos instrumentos y decide construirlos con latas, vidrios, cera. La materia prima está en su vivienda; todo hay en su vivienda como si las energías y los deseos produjeran materia.

Mientras tanto ha llegado la tarde y decide esperar al día siguiente. Ya ha dado un paso importante, tiene los instrumentos y los probará mañana.

Segundo día. El cielo está despejado, pero así el sol parece mucho más lejano. Se ocupa de perfeccionar sus instrumentos.

Otro día. Primera observación propiamente dicha. El sol tiene manchas. Anota.

Toma café y recuerda que tiene madre.

Segunda observación. (¿Otro día?). Las manchas continúan, pero se han movido.

Realiza operaciones matemáticas. Sonríe.

Tercera observación. Tiene miedo. Está emocionada con las manchas. Toma otro café, con pan duro. El gato es un estorbo. Decide que debe perfeccionar aún más su estorbo. Mañana será el gran día. ¿Qué nombre les pondrá a las manchas?

Un día cualquiera; sus cabellos han crecido increíblemente. ¿Cuántos años han pasado? Las manchas del sol han adquirido nueva forma, nueva forma, muchas formas, film en blanco y negro. Se aparta los cabellos para observar mejor. El diablo ha desaparecido. ¿Quién es el diablo? Decepción. Mellonta Tauta...

Suspenso. Ruidos fuera de la cabaña. Tocan la puerta... El sol está más cerca, ¿vendrá a visitarla? No, son sus agentes. Cierra los ojos para ver mejor. No encuentra el café y hace frío. Se cubre con una manta.

¡Eveline! ¡Eveline!

¿Será su madre? No, es su hijo, la criatura que buscó siempre. Pronto será la madre de un descubrimiento. Pero hay que ser escéptico. Debe descansar para concentrarse de nuevo. Las manchas han sido solamente un obstáculo.

¿Manchas "Eveline"? No, yo no pasaré a la historia de la ciencia por unas manchas sino por lo que cubren esas manchas.

El mañana cada vez más lejano.



Fin del capítulo.

Al día siguiente, cuando llegué a mi oficina algo atrasado por la mala noche, la señora ya me esperaba. Sin contestar a mi saludo, nerviosa y molesta, dijo:

—Vengo a llevarme la revista. He tenido malas noticias, ¡se ha consumado el robo!

—Pero, señora, ¿y el programa?

—Ya no tiene sentido, ¿no se da cuenta? Soy una mártir de la ciencia en este país subdesarrollado.

—Me ha interesado su trabajo; me gustaría también conocer los capítulos inéditos.

—Ya tendrá tiempo de verlos en las revistas especializadas; estarán a nombre de otra persona, pero, como ya conoce mi estilo y mis premisas... —Se levantó alargando la mano.

—Sí, señora, hasta luego, señora.

Antes de que cerrara la puerta noté una leve sonrisa, pero ya nada me sorprendía.

Me senté a recapacitar. ¡Bueno!, dije al fin, me libré de ella más fácilmente de lo que esperaba.

Pasaron los días. Creí que ya todo había terminado. Un domingo fui a caminar por la ciudad. Frío y niebla, me sentía solo y —como la autora del diario— pensaba que el mundo había desaparecido en torno mío.

Ya era de noche cuando llegué a la estación del tren; triste y cansado, me senté en un banco frente al andén. Una mujer de rostro redondo y avejentado se me acercaba despacio con una maleta de madera y un bolso de lana.

—Esperando el tren­? —me saludó con voz triste y soñadora.

—No, señora —le dije—, sólo de paseo, descansando un rato.

—Me permite que me siente a su lado? Yo soy Eveline Hinojosa, científica.

—Ah, disculpe que no la haya reconocido. ¿Recuerda? Hace más de un mes...

—No se preocupe —me cortó, ya sentada a mi lado—. Yo todavía no soy famosa, por eso no me reconocen. ¿A qué hora llegará el tren?

—No sé, señora, no sé si habrá tren hoy.

—¡Cómo me hacen esperar! —suspiró, con la mirada perdida—. ¿Sabe?, estoy al comienzo de un viaje largo, nada menos que a San Francisco, California.

—¿Ah, sí?, ¿tiene algún pariente allá?, ¿tal vez un hijo?

—¡No, no!; usted está confundido. Voy a unas reuniones importantes con mis colegas de la NASA.

Y comenzó a contarme la historia de sus observaciones a los astros y del descubrimiento de unas manchas en el sol. Evoqué otra vez a ese ser perdido en la niebla, bajo las inclemencias de un desierto, más allá del bullicio, de la paciencia. Tuve una vez más en mis manos los recortes y los documentos —a la luz débil de la noche parecían más extraños—, fingí ignorancia y asombro, ¿qué podía hacer?

—¿Sabe? —me dijo—, hace ya varias semanas que vengo acá y cada vez el jefe de estación, los aduaneros y hasta los cargadores me sacan a la calle... —Se escuchó el silbato de un convoy—. Perdón, si no me equivoco ése es mi tren. Ha sido un gusto charlar con usted, lo voy a tener presente en mi largo viaje. Quién sabe si a la vuelta de San Francisco podamos encontrarnos para festejar al fin mi victoria contra la ignorancia
de esta patria malagradecida. Allá...

Se alejó blandiendo la maleta hasta perderse en el vapor de la locomotora, en la niebla, en el frío.

Volvió el silencio y quedé solo y confundido. ¿Hablé realmente con ella? ¿Desde qué momento comencé a confundirme? Me levanté y salí de la estación como si así pudiera escapar de mis dudas.

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