Arturo von Vacano y una carta a Borges

CARTA A BORGES
Autor: Arturo von Vacano

Estimado Señor Borges:
Estaba yo leyendo su Antología de la Literatura Fantástica cuando sucedió lo que nos ha sucedido. No alcanzo a creer que exista alguna relación entre usted, ese libro y este Incidente, pero posiblemente usted, que tiene bastante experiencia, podría decirnos cómo salir de este atolladero.
Cuando pedí el billete a la mujer de ojos verdes en el mostrador, dijo mi esposa: "Tal vez sería mejor que te fueras por tres días. . . Pero yo no sé. . . ", y se quedó mirando a la gente que pasaba por la vereda. Está esperando a nuestro primogénito y no es extraño que a veces se quede así, con una frase colgando de su indecisión. Yo dije no. Había tratado de viajar en tren, no había encontrado boletos, pero quería salir de Cochabamba para volver a La Paz y empezar a trabajar en otro artículo. Cuando contaba el dinero para pagar me fijé por primera vez en la cubierta del libro suyo. Me gusta el verde, me gusta el azul. Los niños, en el limbo, pensé, ven las cosas así. Cuando pagué y nos fuimos y la gente tomaba helados amarillos en la tienda de las austriacas, mi mujer fingía vivir con el alma tranquila, pero sufríamos un dolor pequeño por la separación. Yo debo volver, me dije, y traté de sentirme maduro. Era necesario. Pero entonces fue, como lo recuerdo bien, cuando empecé a sentir la conexión entre el libro, el vuelo y la angustia que nació, yo creí, en esa corta separación.
Fuimos a casa, metí una camisa azul en la maleta y empecé el ritual de despedirme de la familia. Abracé a la abuela y no le dije nada sobre su salud. Me daba miedo hablar del tema como a otros les da miedo levantar un cristal rajado. Ahora me arrepiento. Un buen deseo no mata a nadie. Después besé y abracé muchas veces a mi esposa, y ambos fingimos meter la desazón en un bolsillo. Tomé y pagué un taxi antes de subir al coche, fumé con las manos sudadas y me rasqué la nuca. Estaba nervioso pero no más nervioso que otras veces cuando volaba de un lugar a otro, de un país a otro, de Cochabamba a Nueva York. Las cosas, Sr. Borges, no marchaban muy bien para nosotros; yo era periodista, había retornado al país para trabajar con unos curas falsos de falsas inquietudes sociales, había creído en esas inquietudes, había hecho algunos artículos siguiendo esa falsa corriente y había perdido el empleo. Los americanos me acusaban de comunista, socialista, izquierdista o qué se yo. Yo sólo sé que nadie me daba trabajo y mi hijo nacería en enero y no teníamos cómo recibirlo bien. Estaba preocupado, pero no dejé de pensar, como siempre que vuelo, en que me estaba jugando la vida.
Las manos de las gentes siempre se humedecen cuando los aviones despegan. Todos temíamos lo mismo en los aviones, y lo sé porque así ha sido siempre, dónde y cuando haya sido que me tocara volar. Me dije: "Ahora me muero, y todo se queda pendiente para mí... y es una verdadera vergüenza que muera sin ver a mi hijo… hija. . .”, y me puse a pensar en un ser humano que no existía pero que estaba tan presente allí, entre un americano que vende tractores y yo, que por poco me inclino y le hablo y le pido que se duerma.
El aparato es un turbohélice. Ya se sabe: esos que silban y rugen al mismo tiempo. Es grande, porque lleva casi noventa pasajeros y aún quedan asientos sin ocupar. Es rápido. Dicen que hace el vuelo entre La Paz y Cochabamba, o entre Cochabamba y La Paz , lo que no es lo mismo, en treinta minutos. Las otras veces volábamos 45 minutos o más mirando las nieves de la cordillera y sufriendo con el viento, helado como los manotazos de la muerte. Si uno hace de tripas corazón y deja de sujetarse al asiento cuando el viento bambolea el aparato y siempre hay alguna tuerca suelta que se pone a vibrar en diferentes tonos de angustia, el avión es cómodo. Pero juraría que los noventa teníamos las manos húmedas cuando el aparato empezó a corretear sobre la pista de tierra y el despegue no concluía nunca.
El vendedor de tractores leía a Harold Robbins y trataba de distraerse con algunas de sus descripciones sexuales. Yo le estaba leyendo a usted con sus mundos y no podía entender nada sobre el asunto ese de la luna y las enciclopedias que tanto le gustan y que yo pienso que menuda la falta que le hacen. Borges, Borges, me dije, sólo Borges puede preocuparse por los modos que tienen esos tíos raros para ocuparse de la luna.
Traté de entender otra vez cómo llamaban a la luna esos buenos señores y por qué era la cosa como era en ese país del que usted es un modesto Colón, no pude, y estiré el cuello para atisbar por la ventanilla. No, todavía no. No habíamos despegado aún. Miré la mano del vendedor de tractores, y sudaba.
Sudaba a mares. No estaba húmeda solamente. Estaba mojada y arruinaba la tapa del libro de 95 centavos.
Volví a enfrascarme en sus descripciones - digo, las suyas - y empecé a pensar nuevamente cuan estúpido sería morir ahora y aquí, en la panza de un pez de plata incapaz de sumergirse en el aire. Pero nada, no se sumergía y yo, que hubieron veces en que quise suicidarme en el pasado, empecé a ver las cosas con la imaginación de los moribundos, listo casi para aceptar mi paz privada y enfrentarme a lo que hubiera que enfrentarse. Me dolió mi hijo, me dolió mi esposa, pero decidí, tratando de consolarme, que ella era muy joven, yo era muy joven, y ella era una mujer formidable y magnífica y dulce y buena, y que nadie enfrenta demasiadas dificultades para llenar el vacío dejado por otros. Nadie es indispensable en esta vida, me dije, y menos un periodista fracasado. Suspiré, levanté con decisión la vista y me imaginé - o mejor, lo vi - el brazo del asiento anterior cuando saliera despedido como una bomba y se me introdujera brutalmente en la boca del estómago.
Miré por la ventanilla otra vez, atisbando sobre la nariz del americano. Era un tejano pobre, solitario y asustado. Nadie quiere morir nunca, y menos cuando no tiene razones para vivir. Recordaba, y yo lo sabía, que había dejado varías cartas importantes sin firmar en su despacho. Nadie debería morir sin poder firmar sus últimas cartas, pensé yo, y él se decía que "…es indecente… Es indecente. . . Es algo muy indecente... .", cada vez que sus dedos bailaban sobre la cubierta del libro.
Pero miré sobre su nariz, sus dedos y su libro y nada. El avión correteaba muy normal sobre la pista de tierra, algunas tuercas zumbaban o vibraban con angustia, pero permanecíamos allí, entre la tierra y el cielo, sin que sucediera nada.
Bueno, me dije, volviendo a reclinarme, esto es raro. Pero no es imposible. Debe ser que mi tiempo cósmico, el mío, mío, mío solamente, se está adelantando. Miraré mi reloj, descubriré que es así y respiraré tranquilo. Hasta podría fumar, sí esto acabara pronto.
Pero entonces volví a mirar la tapa de mi libro, es decir, de su Antología, Sr. Borges, y al ver el azul y los puntos verdes y los azules, me asusté y decidí dejar el reloj tranquilo. Abrí el libro y me refugié en sus letras, sin verlas.
Hubiera permanecido así hasta dormirme si el tejano no habría la boca. Cerró su libro con un golpe seco, se pasó la mano por la frente y me tocó el codo.
— Largo despegar , ¿eh?
Abrí los ojos y retiré el codo. No podía decir nada. ¿Qué podía decirle?
— Algo pasa aquí...
Se volvió para mirar por la ventanilla y yo hice lo mismo. Entonces me di cuenta de que yo no estaba equivocado. La vaca, esa vaca, Sr. Borges. . . Era la misma vaca en el mismo prado y con el mismo campesino que levantaba la mano para despedirnos. El mismo. . .
— Ese campesino es el mismo que. . .
No me contestó. Pero la vaca era la misma; la había visto pasar cuatro minutos antes por la ventanilla, moviendo la cola. Entonces sentí que mi frente transpiraba y sonreí, de miedo.
Bueno, hace noventa y dos días que estamos despegando.

Al principio, digo, cuando nos repusimos de la impresión, decidí tomar las cosas con calma y pedí un trago. Una de las ventajas de estarse sentado aquí, mirando pasar esa vaca cada cuatro minutos, es que se puede beber y comer lo que uno pida y nunca es necesario pagar. Yo no me lamento mucho sobre esta situación: sólo necesito algo nuevo que leer; Robbins y usted y Corín Tellado y el último. . . Quiero decir, un LIFE, un TIME, un Diario de la Tarde, en fin, todo ha pasado ya por mis manos.
Fue cuando la camarera, una rubita delgada y de cara triste, salió de la cabina del piloto, que yo supe que estaba pasando lo que estaba pasando. Miró de un lado al otro, abrió la boca como para hablar pero no pudo creer lo que diría y finalmente se metió en la cabina como un gorrión asustado.
Después salió el capitán, pálido como un muerto, y trató de explicar el asunto. Tres o cuatro mujeres se desmayaron, algunos hombres gritaron a la cara del piloto sus urgencias de negocios, y yo sentí que estaba muerto. Pero no me asusté porque no dolía, y siempre he pensado que la muerte asusta porque duele.
Hemos construido compartimentos para los casados, hemos tratado de aislar de alguna manera a los bebés, hemos hecho lo posible para calmar a los nerviosos. El tejano y yo, ahora, somos casi amigos porque hemos formado un grupo de cuatro para jugar al póquer. Perdemos y ganamos el mismo dinero y brindamos con uno especial cuando Jack, como tenía que llamarse el tejano, descubrió que no tenemos necesidad ni de peluqueros ni de barberos, ni de cortarnos las uñas, o cuando Anita, que era la camarera, descubrió que la despensa no se vacía tampoco por mucho que la ataquemos. Hubo un suspiro general de alivio porque ya para entonces lo fantástico de nuestra situación dejaba de serlo. Gracias a Dios, no hay entre nosotros ningún científico ni nadie por el estilo que dramatice la situación... Digo, tratando de comprenderla. O explicarla, lo que sería peor. La radio no funciona y la vaca y el campesino que pasan por la ventanilla cada cuatro minutos no pueden ser parte del mundo de allá. Ni del otro. Deben serlo de éste, sea cual sea este mundo en el que estamos despegando, o hemos despegado, porque el momento mismo en que crucé el saludo último con el campesino decidí escribirle esta nota, Sr. Borges, dejarla caer por alguna parte — el capitán sabe por donde, yo no — y ver si hay modo alguno en que usted pueda ponerse en contacto con nosotros. Si existe algún ser humano capaz de sacarnos de aquí, ese genio es usted. Estoy seguro de eso, Sr. Borges. Por eso he sacado mi vieja máquina del compartimiento de equipajes y estoy escribiéndole.
Siento que un extraño dolor y una extraña vergüenza me llenan el corazón al decirle esto, Sr. Borges, pero se que usted podrá entenderlo. Yo no tengo gran interés en que nos saquen de aquí. El gran problema, claro, es el tedio. Y la locura. Y los salvajismos que podríamos cometer una vez que, hombres civilizados como somos, se nos ocurra luchar a muerte por las mujeres, ponga usted por caso. Hay veintidós mujeres con nosotros, pero sólo la mitad son lo que se dice mujeres y la mitad de estas son casadas o lo fueron antes de despegar. Las otra son ancianas, o niñas o, bueno. . . Lo malo es que la situación no cambiará nunca. Quiero decir, a menos que... Bien, lo que quiero decirle, Sr. Borges, es que Anita y yo nos entendemos. Cuando el capitán puso el piloto automático y Anita y yo, distraídos, nos sentamos en la cabina para saludar otra vez a la vaca y al campesino, descubrimos de pronto, fue el día 65 si no me equivoco, que nos amamos. Pero aún no sabemos qué hacer: yo soy, digo, era casado. Para estos tiempos, y si han descubierto en Cochabamba que algo extraño ha sucedido con nuestro avión, yo ahora soy viudo. Quiero decir, mi esposa es viuda. Bueno, usted no puede negar que este es un problema, por decirlo así, singular.
El caso es que nos queremos y queremos que esto sea un amor limpio y bueno. Hablamos con el piloto, pero él dice que las leyes del… de… Bueno, de Cochabamba son las leyes de esta nave. Así dijo: nave. Anita y yo no sabemos qué hacer. Un viudo y una chica soltera pueden casarse. . . pero yo no soy viudo, sólo soy un anti-marido.
Pensamos una y mil veces sobra este problema y no sabemos qué solución darle. Hay veces en que me propongo matar al piloto, cambiar las leyes de Cochabamba y casarme. Pero el piloto es el capitán y sólo el capitán puede casarnos. Dada nuestra situación, creo que sería peligroso tratar de arrojarlo todo por la ventana, literal y simbólicamente, ¿verdad?
Veo que estoy escribiendo tonterías ya. Bueno, en un caso como este, usted puede comprenderlo y disculparlo. Sobre todo, dada su gran cultura. De eso estoy seguro.
Existen, por supuesto, muchos detalles interesantes sobre la vida de mis compañeros de naufragio. Pero usted tiene esa su imaginación y puede delimitarlos sin gran esfuerzo. No tenemos a bordo, como sucedía siempre en Hollywood, un estafador o un delincuente para el cual este es un escondite maravilloso. Tampoco tenemos una vampiresa decidida a cazar hombres y coleccionarlos como palillos en un aro. No tenemos ningún sacerdote, gracias a Dios, y eso es realmente milagroso. En mi país, los únicos que vuelan son los hombres de negocios americanos, los curas americanos, los misioneros de varias nacionalidades, los políticos bolivianos y las familias de vacaciones que quieren impresionar a sus vecinos.
Somos, a veces me digo, asquerosamente normales, aquí. Cuando lo pienso, y pienso que pudo haber estado en este aparato un hombre, póngase por caso, como usted, y que yo podría haberle hecho diez mil preguntas que me interesa preguntarle, y que en cambio, sólo están los que están, me dan ganas de matar a todos. Pero me controlo. Se que un error. Una pelea, cualquier cosa, puede echar a perderlo todo, y entonces el campesino y la vaca desaparecerán en una nube de polvo. Todos estamos en la misma situación, por lo que vine a descubrir. Todos hemos establecido diferentes relaciones emocionales entre nosotros, y muchas máscaras han caído al suelo, por así decirlo. El problema entre hombres y mujeres me preocupa. Usted sabe como es. Parece sólo una cuestión de tiempo. Después de todo, nunca supe de ningún grupo de náufragos que pudiera conservar su acento de Oxford, si comprende usted lo que quiero decir. Eso me preocupa, pero no mucho. No veo razón alguna por la que la ley del mundo que dejamos, esa ley natural por excelencia que habla de peces y pececitos, no pesa aquí entre nosotros. Es cuestión de tiempo, y yo, que lo sé, tengo ya una barra de acero lista que me hará sino el rey, el primer ministro de este reino…. Ya no se qué escribirle.
Sr. Borges, miro la vaca y el campesino, y ambos pasan frente a mi ventana cada cuatro minutos. Me miro las uñas y no crecen. Me paso la mano por la barbilla y la cicatriz que me hice el afeitarme hace… hace… ¿cuánto hace? …desde el día en que empezó esta aventura, sigue en su sitio, igual que siempre.
Como siempre que escribo, no importa lo que escriba, ahora también me deprimo al escribir. Pienso que algo tiene que ceder. Pienso que, después de esto, habrá un montón de falsedades con las que yo convivía y que habrá que destruir o rechazar o matar, por mucho que duela. Pienso que Jack es un asqueroso americano. Pienso que los naipes no se gastan nunca y que yo vivo en ese estado continuo de inquietud que sufrí cuando despegamos. Y la tuerca vibra con tanta angustia, y Anita no está cansada. Nunca está cansada, como nunca estamos cansados nosotros, ninguno de nosotros, ni los bebés… Sr. Borges, usted debe saberlo: ¿es esto el infierno?

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