Constanza Roca es una escritora boliviana que reside en México, y desde que tomó conciencia de que nació para disfrutar de la literatura, nos deleita con sus cuentos amenos. De su libro "Función Privada y otros cuentos", me permito presentar un cuento que tiene elementos de narrativa fantástica.
ESCOGIDO POR LAS DIOSAS
Autora: Constanza Roca
Esta mañana, descubrí en la alfombra una colilla de los cigarros habaneros que suelo fumar, mientras leo historias fantásticas para conciliar el sueño. Cuando la agarré, desplegó unas patas finas y peludas que empezaron a danzar, causándome escalofríos desde la punta de mis manos hasta el estómago en ayunas. Largué el objeto y brinqué sobre la cama hecho un erizo. Entretanto, el pucho se mantuvo quieto. Después de un tiempo, bajé del catre y lo levanté con dos pañuelos desechables que tenía en el bolsillo del pijama. Sentí de nuevo el pataleo insistente. Enseguida aflojé los dedos. Él rebotó dos veces en la alfombra roja para quedar inmóvil.
Tenía que atraparlo antes de que se moviera. Revolví el contenido del cajón de la mesita de noche sin soltarle la vista. Algo metálico pasó por mis dedos, ¿tijeras, navaja? No, no lo iba a trozar en dos. Pero había urgencia de actuar rápido porque noté que el bulto café franciscano movió una de sus alas. Me topé con una bolsa de plástico amarilla, metí la mano y, usándola de guante, tapé al habanero danzarín. Luego di la vuelta al plástico. El bicho trató de escabullirse, pero yo anudé fuerte la bolsa y la puse encima del escritorio.
Ahí fue cuando Remigia entró canturreando. Escoba en mano, delantal marrón y la fogosidad de siempre. "A ver si te ocupas de esto, que yo no podría matar ni un piojo", le dije. Volvió la cabeza hacia el sitio que apuntaba mi dedo rígido; me rió en la cara. Seguramente le hizo gracia que su joven Arturo, a quien había limpiado el patito de bebé, no era capaz de matar un simple insecto. Me vinieron a contrapelo sus carcajadas. "Escúcheme bien: Es la segunda vez que veo algo así en toda mi vida. Tranquilo, señorito, el asunto ya está en mis manos", lo dijo con la firmeza suficiente como para que yo me sintiera sosegado. "Haré fumigar la casa entera, no faltaba más", y la mujer se alejó con la nariz fruncida, sujetando la bolsita de plástico con la pinceta que formaban sus dedos índice y pulgar.
Luego me fui sin destino a la calle. Quería olvidar el cosquilleo de aquellas patitas movedizas contra las yemas de mis dedos. Al ver el cielo despejado, sentí que el mundo estaba en orden. Si no ha pasado nada, Artur, ¿de qué te preocupas?; ya lo arreglará Remigia. Apenas llegué a la esquina, me sentí indispuesto. Mientras yo gozaba del aire puro, mi prisionero se ahogaba en la bolsa. Anhelé que Remigia, en un arranque de compasión, lo hubiera soltado en la taza del baño, o despachurrado de un zapatazo. Ojalá que no lo hubiera echado al jardín, porque sería inevitable una proliferación de puchos que luego habitarían en los rincones oscuros y húmedos de la casa. Los encontraríamos en los estantes, donde se guarda la comida, en los desagües, por detrás de muebles, entre las sábanas. Apresuré el paso, quería alejarme.
Caminé desde la Plaza Colón hasta la calle Sucre. En el trayecto me persiguieron las carcajadas de Remigia y la imagen del bicho. Estaba a la altura del cine Astor, cuando un anuncio multicolor me llamó la atención: Las nuevas diosas. Esto me viene al pelo, dije, mujeres divinas para olvidar el habano. Compré el boleto y entré. La función ya había comenzado. Sin esperar a que mi vista se acomodara a la penumbra, caminé por el pasillo y me senté en una de las butacas de adelante que, por desgracia, ya estaba ocupada: Dos brazos de pugilista me lanzaron por los aires y fui a dar a la pantalla. Sin duda era un día tuso, me despacharon al otro lado y yo que esperaba disfrutar de un largometraje, a lo mejor con Afrodita o Astarté.
Las actrices eran dos "insectas" que sobrepasaban en tamaño cualquier virtualidad. Pronto registraron mi aterrizaje. Una de ellas entiesó las antenas, mientras pegaba un chillido que parecía de júbilo. La otra le respondió, abriendo a medias sus cuatro mandíbulas de dientes filosos. Con esfuerzo, descifré las palabras de color amarillo al pie de la pantalla: "saísem le ragell ed abaca"; o sea, desde el punto de lectura de la audiencia: "acaba de llegar el mesías”.
Yo nada más quería salir a como diera lugar, pero no encontraba el hueco por el que había entrado. Supuse que la historia de mi bichita había sido filmada y yo, Arturo Peñarrieta, estaba en los cerebros del público, actuando como personaje de mi propia obra. El ambiente empezó a enviciarse. Alaridos agudos navegaban por cañerías viejas, laberintos fétidos, aguas negras. Lo peor fue que mientras más tardaba en hallar por donde salir, más me iba acostumbrando a la oscuridad, a las mordeduras en mi trasero, a la sutil manera de trasladarme velozmente de un lugar a otro.
Un hilo de luz cayó en mi campo visual. Eché la carrera desesperado en su dirección. Era una rendija por la que me escabullí sumiendo la panza. Me esperaban los espectadores. Sus pupilas, cuajadas de insectos de toda clase y tamaño, multiplicaron mi terror. Por un instante enceguecí, pero saqué fuerzas de no sé dónde y eché la carrera hacia el aire fresco.
Fui a parar delante del anuncio de la película. No había leído las letras menudas que daban cuenta de ciertos dictiópteros, supervivientes a una guerra con armas químicas. Habían logrado desarrollar el razonamiento, que los convirtió en dueños del universo y esperaban la venida del mesías antenado. Que estuvieran con vida después de semejante catástrofe, me tranquilizó. La bicha de la bolsa amarilla se las arreglaría de todos modos.
Del cine, fui a la Plaza de Armas. Me senté en un banco. Tres señoritas se divertían con sus charlas, dando grititos atiplados. Las palomas, que picoteaban algunas migas de pan, tenían el aspecto de las actrices de la película. Decidí regresar a mi cuarto; el sol ya prestaba un tinte ambarino a la parte alta de los edificios.
Cuando entré, me sentí bien. El aroma de alhelíes me dio nuevos bríos; Remigia había limpiado mi pieza y puesto mis flores preferidas. Me quité los zapatos y abrí las puertas del clóset para cambiarme de ropa. Un hervidero de antenas, ojos compuestos, patas movedizas, flancos membranosos. La avalancha me tumbó al suelo. Pude levantarme a manotazo limpio. Corrí hacia la puerta, pero me desplomé. Intenté ponerme de pie. ¡Por la ventana! De inmediato descubrí que el cristal era una enorme botella repleta de un enjambre café, pululante, lustroso, que nadaba en un líquido espeso, del mismo color. Di un brinco a mi cama, me tapé hasta las orejas y me puse a esperar a Remigia, quien no tardó en aparecer con su uniforme café franciscano, al cual le había crecido un par de alas satinadas.
Referencia bibliográfica
Roca Constanza (2005). Función Privada y otros cuentos. México: Distribuciones Fontamara S.A.
Fui a parar delante del anuncio de la película. No había leído las letras menudas que daban cuenta de ciertos dictiópteros, supervivientes a una guerra con armas químicas. Habían logrado desarrollar el razonamiento, que los convirtió en dueños del universo y esperaban la venida del mesías antenado. Que estuvieran con vida después de semejante catástrofe, me tranquilizó. La bicha de la bolsa amarilla se las arreglaría de todos modos.
Del cine, fui a la Plaza de Armas. Me senté en un banco. Tres señoritas se divertían con sus charlas, dando grititos atiplados. Las palomas, que picoteaban algunas migas de pan, tenían el aspecto de las actrices de la película. Decidí regresar a mi cuarto; el sol ya prestaba un tinte ambarino a la parte alta de los edificios.
Cuando entré, me sentí bien. El aroma de alhelíes me dio nuevos bríos; Remigia había limpiado mi pieza y puesto mis flores preferidas. Me quité los zapatos y abrí las puertas del clóset para cambiarme de ropa. Un hervidero de antenas, ojos compuestos, patas movedizas, flancos membranosos. La avalancha me tumbó al suelo. Pude levantarme a manotazo limpio. Corrí hacia la puerta, pero me desplomé. Intenté ponerme de pie. ¡Por la ventana! De inmediato descubrí que el cristal era una enorme botella repleta de un enjambre café, pululante, lustroso, que nadaba en un líquido espeso, del mismo color. Di un brinco a mi cama, me tapé hasta las orejas y me puse a esperar a Remigia, quien no tardó en aparecer con su uniforme café franciscano, al cual le había crecido un par de alas satinadas.
Referencia bibliográfica
Roca Constanza (2005). Función Privada y otros cuentos. México: Distribuciones Fontamara S.A.
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CIENCIA FICCIÓN Y NARRATIVA FANTASTICA EN BOLIVIA.
Acá estoy yo, un poco como Miguel Esquirol, intentando encontrar ciencia ficción y narrativa fantástica (poco, algo o mucho) en las obras de escritores bolivianos. Como somos muy pocos los autores bolivianos en el género de ciencia ficción y fantasia (CFF), entonces, Miguel y yo, cada uno por su lado, estamos "rastreando", las obras de escritores bolivianos de novela o cuentos de CFF. En este intento solicitamos a los colegas escritores bolivianos o extranjeros, y también, como no podía faltar, a los estimados lectores, que puedan hacernos conocer referencias sobre obras de ciencia ficción y fantasía de autores bolivianos con residencia en Bolivia o en el extranjero, y de obras de extranjeros con residencia en Bolivia. Esto para acumular material y apoyar el trabajo de Miguel, quien está re elaborando un artículo sobre ciencia ficción en Bolivia.
De antemano se agradece su apoyo.
Escribir a Ivan Prado Sejas. E mail: iprado2008@gmail.com
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