LOS RELOJEROS, de Dennis Morales Iriarte







         No podía haber nada más musical que el tintineo de las campa­nillas, el vaivén de los pesados péndulos y el chic-chic-chic-a-chic de los engranajes que a paso firme giraban sin parar, empujados por las áncoras de aire marcial que ni por un minuto dejaban de oscilar.
         Todos en perfecta armonía, con un perfecto fin. A sabien­das, hechos por un artesano de infinita habilidad, sólo para dar constancia del paso del tiempo raudo e inacabable.
         Pero había más, claro, muchas más piezas delicadas, unidas todas en un concierto de cadenciosas síncopas bajo el andante sempiterno de un dios Cronos como director invisible en esta orquesta. Con destreza se llevaba a todos los relojes al único momento en el que el largo brazo de sesenta marchas llegaba a la cúspide, proclamando alegres campanadas o también melancólicas, metálicas o ululantes. Pero todas a la vez en apoteosis sincronizada.
         –¡Perfecto! ¡Perfecto! –clamó el Relojero inundado en gozo, dando pequeños saltitos ante sus hijos mecánicos, porque así los trataba, porque eran parte de él. Cada uno cuán perfecto como los otros.
         –¡Mecanismos! ¡Mecanismos! –se ocupó con prolijidad de halar los pesos encadenados a los contrapesos, y de enroscar las cuerdas desenroscadas. Hecho todo con metódica precisión de una vida entera. Ni un solo eslabón por demás, ni una sola vuelta de menos.
         –¡Tic tac! ¡Tic y tac! –el viejo Relojero vibraba con emoción casi como el rápido muelle giratorio de algunos componentes. ¿A caso no era él nada más que otro mecanismo, pero uno más avanzado, y por supuesto, infinitamente más complejo?
         Sin embargo, como saben todos, aún no han creado el mecanismo perfecto que pueda darse cuerda a sí mismo y que dure acaso un tiempo infinito; o hasta que el óxido mortis reclame a cada una de sus partes…
El Relojero bien lo sabía, porque él mismo estaba muriendo. No ahora, claro, solo cuando su propia cuerda se acabara, y su conciencia, como llena de resortes, muelles e infinitos engranajes en magistral balance, también se apagara. Cada segundo que pasaba era uno menos que le quedaba, y ¡por Vulca­no, el forjador herrero, que no tenía ya muchos!
         Sin gloria ni remordimientos y tras largo trajín, el tiempo en el que se acababa el tiempo llegó para el Relojero. Y éste quedó quieto y tieso donde fuera que la muerte le había llegado en ese momento.


         –¡¡Vaya… vaya…!! –se escuchó con portento una voz tronante en el cielo, como la explosión de mil truenos o el firmamento en agonía–. ¡¡Miren lo que ha pasado!!
         Las altas nubes agitadas estallaron con una fulminante carga eléc­trica, y la noche se hizo sobre el día en un solo instante, porque del cielo mismo descendieron dos montañas oscuras con forma de manos, acaso cuán grandes como para ocupar todo el cosmos de donde provenían.
         Con dulzura las manos renegridas por la eternidad cogieron al Relojero muerto, y unos colosales dedos paternales trataron de reanimarle como si tal cosa. Mas no fue suficiente.
         Entonces una de ellas atravesó la espalda del Relojero con un gran objeto ancho y adornado, y con destreza preternatural le dio vueltas con un sonoro repiqueteo chisporroteante. El objeto intruso que corría de parte a parte en el cuerpo muerto luego fue removido, y sin más, con un último gesto, el Relojero fue abandonado en el mismo lugar en el que cayera fulminado.
         –¡¡Ahora… Levántate…!! –rugió otra vez el cielo con tal vibración culminante que, además de hacer temblar hasta las últimas piedras del mundo, estremeció a tal punto el cuerpo del artesano, que la vida regresó como un suspiro sobre sus oxida­dos engranajes.


         –Mecanismos… –farfulló el relojero entre los chirridos de sus brazos y piernas metálicas que se esforzaban para ponerlo de pie–. ¡Pobres mecanismos!

0 Comentario(s):

Publicar un comentario