EL POEMA LETAL, de Harry Marcus


He comprobado que los coches detenidos y abandonados son el mejor refugio ante el impertinente acoso de los buitres, de modo que ahora vuelvo a encerrarme en una furgoneta como todos los días al atardecer. Recuerdo que antes me inventaba historias cuando estaba deprimido, a fin de alejar cualquier tentación de suicidio activo o pasivo. Pero ahora sólo escribo por simple inercia compulsiva y como terapia de ocupación, aún sabiendo que nadie leerá esta crónica desordenada y resumida.

La brisa marítima parece atenuar un poco la densa pestilencia de la última semana. En otros tiempos este mismo viento solía barrer la polución del tráfico y hoy apenas alivia durante algunas horas el insoportable hedor de cadáveres putrefactos que impregna la ciudad. Antes del colapso, cuando había electricidad y agua corriente, Nueva York era la metrópoli de las eternas sirenas; a cualquier hora de día o de noche, próximas o lejanas, anunciaban las escandalosas carreras de ambulancias, bomberos y policías.

Hoy ya no circulan coches y el ulular de sirenas es un lejano recuerdo. Hoy la “Gran manzana” se está pudriendo y bien puede llamarse “La ciudad de los buitres”. Miles, millones de buitres anidan en balcones, azoteas y campanarios. Sus puntos predilectos de reunión son los accesos al subterráneo, donde ya no funcionan los trenes ni los sistemas de ventilación. Las entradas del Metro están taponadas con una masa de aire nauseabundo, una barrera infranqueable para los insensatos que buscan allí una guarida nocturna. He visto a más de un vagabundo despistado salir huyendo tras vomitar sobre la escalinata. Incluso mi perro, que va en vanguardia con alegre trotecillo, recula como fulminado cuando se aproxima a uno de esos antros.

Gran parte de las puertas y ventanas en todos los rascacielos fueron tabicadas: al incrementarse el efecto mortífero del terrible poema, el número de fallecidos diarios desbordó la capacidad de todos los cementerios y crematorios, dificultando cada vez más la tarea de retirar el creciente volumen de cadáveres.

En un momento dado, al quedar totalmente fuera de control esta peculiar epidemia poética, las autoridades sanitarias decidieron convertir en mausoleos las mismas viviendas: así, una vez muerto el último habitante de una casa o apartamento, simplemente se tabicaba todas las puertas y ventanas. Este sistema de servicio necrológico de emergencia funcionó durante algunos meses, hasta agotar los recursos materiales y humanos. Pronto se multiplicaron las moradas-mausoleos sin sellar por falta de ladrillos y cemento. Los cada vez más escasos supervivientes perdieron todo interés por los muertos y hoy deambulan con la mirada perdida como zombis, musitando el irresistible, fatídico y maldito poema. Para su abastecimiento tienen a disposición los restos de la ola de saqueos entre las ruinas de tiendas y supermercados.

Yo apenas tengo apetito con tanta pestilencia y no sé cuánto me resta de vida. Tampoco me importa demasiado desde que murió el último miembro de mi familia conocida.

Es curioso: desde que tengo gratis al alcance de la mano cuanto exhiben los escaparates comerciales, nada me atrae ni apetece. Al parecer, el precio y las dificultades para conseguir algo determinan la mayor motivación, el principal aliciente del deseo y del afán de posesión: cualquier cosa, al revelar su naturaleza de espejismo, pierde su atractivo.

Ahora entiendo por qué los ricos se aburren tan pronto con lo que obtienen y acaparan. En ocasiones envidio a los muertos, especialmente cuando vuelve el insidioso susurro que repite sin cesar el poema fatal. Entonce me doy de bofetadas como queriendo despertar de un mal sueño, hasta que el dolor anula el gozo creciente de esos versos de insoportable belleza.

Watson, mi perrillo salchicha, dormita enroscado en el asiento trasero. A ratos le tiemblan las orejas al percibir los ladridos lejanos de sus congéneres, o los aullidos desgarradores de perros sin amo que vagan en manadas sin rumbo fijo.

¿Cuándo empezó este lento cataclismo apocalíptico que parece extenderse por todo el planeta? Estoy perdiendo la noción del tiempo y ya no estoy seguro de si fue hace seis, nueve o más meses, cuando se nos fue de las manos un descabellado experimento cibernético con factores emotivos, líricos y psicológicos que alteran los arquetipos del inconsciente colectivo, perturbando así todo el “campo morfogenético” humano. Cuando me invitaron a la Universidad de Michigan en Ann Arbor como ponente especializado en la obra de Tagore, conocí a un colega chiflado por la cibernética. El profesor Antonio Cabrerizo estaba empeñado en producir, con la ayuda de modernas computadoras, un poema-semilla que funcionase como espoleta y “mantram” para despertar al poeta que duerme en cada lector, de manera que cada cual, según sus necesidades intelectuales y emotivas, vaya ampliando y modificando el poema básico hasta alcanzar el mayor éxtasis de emoción estética.

Pronto me he visto involucrado de lleno en el proyecto, sin detenerme a pensar en las posibles consecuencias. Todo se fue complicando al incorporarse al equipo de investigación varios psicólogos, médicos y otros profesionales interesados en el asunto.

Al principio tratamos de mantener inédito el poema para estudiar sus efectos inmediatos. Entre otras curiosidades, comprobamos que incrementaba las ondas “alfa” del cerebro, el nivel de endorfinas en la sangre y la intensidad de las reacciones a cualquier clase de estímulos.

La activación del poeta interno en algunos casos fue desmesurada y frenética, con una notable hipertrofia en toda la gama de sensibilidad emotiva. Todos los sujetos sometidos a estudio aprendieron rápidamente el poema básico y a los pocos minutos ya empezaban a modificarlo según sus propios parámetros subjetivos. Los más sensibles, como cabía esperar, denotaron mayor vulnerabilidad al desequilibrio. Los sujetos de escasa cultura o poco emotivos parecían inmunes al principio, pero su trastorno mental sólo era una cuestión de tiempo.

En el otro extremo, los muy racionalistas y algunos filósofos tuvieron cierta facilidad para levantar barreras y defensas contra las insidiosas alteraciones internas inducidas por el poema. En mi caso, aparte de las bofetadas en casos extremos, hasta ahora me ayudó la meditación Zen para mantener cierto grado de control.

También los miembros del equipo de investigadores pronto se vieron afectados, de modo que fue imposible mantener el secreto durante más de una semana. La publicación del poema reventó el dique del caos y ya nada ni nadie fue capaz de contener el arrollador aluvión de lirismo. Recuerdo aquella terrible mañana en el hotel, durante el desayuno, cuando descubrí en una página literaria el poema publicado bajo el título de “PUNTO OMEGA”.

Me puse a leer con avidez insaciable y creciente. Al tercer repaso ya leía en voz alta llamando la atención de todos los presentes, quienes se acercaron hasta rodear mi mesa. Entonces me levanté repitiendo de memoria el poema, ya con otros matices de entonación. Antes de salir del comedor como un sonámbulo parlante, los demás se disputaron a zarpadas el periódico que abandoné sobre la mesa.

En la calle había muchos transeúntes que recitaban como alucinados el poema. Algunos declamaban a gritos, con grandes aspavientos. Otros apenas susurraban con lágrimas en los ojos. Vi a una señora cruzando la calle sin respetar el semáforo en rojo. De pronto cayó de rodillas, juntó las manos con unción, y mientras recitaba llorando la primera estrofa, murió arrollada por un pesado camión.

En las plazas, andenes y otros sitios con afluencia de público, la gente se agolpaba en torno a un creciente número de lectores y declamadores inflamados. Quienes ya sabían el poema, se agrupaban tomados de las manos para formar un círculo y recitar a coro, mientras los curiosos se iban introduciendo al centro del ruedo con la intención de escuchar y aprender.

Los agentes de policía no supieron cómo reaccionar ante las multitudes vociferantes que recorrían las calles. Estuve muy cerca de un coche patrulla y escuché cómo los desconcertados guardianes del orden llamaban a la central pidiendo instrucciones ante esa descomunal manifestación que no se puede dispersar porque ya anda dispersa.

Proliferaron los accidentes de tráfico y los atascos en las autopistas. Al mediodía, todas las emisoras de radio y televisión estaban difundiendo el poema. Así se propagó primero de ciudad en ciudad. Luego, traducido a todos los idiomas por las agencias noticiosas, se fue extendiendo como una feroz pandemia a todas las naciones del mundo, como pude comprobar en un receptor de onda corta.

Los aviadores, al sintonizar las torres de control, oyeron la recitación en lugar de instrucciones para el aterrizaje. Inevitablemente, sobre los aeropuertos de mayor confluencia colisionaron miles de naves de pasajeros. Algunas máquinas se estrellaron sobre la ciudad. Otras reventaron en el aire produciendo una lluvia de chatarra, equipajes en llamas y restos humanos de escaso tamaño.

En Ann Arbor, donde se originó el Apocalipsis poético, todos estaban afónicos como yo al anochecer de ese primer día aciago. Pero creo que continuaban recitando mentalmente, sin poder pensar en otra cosa. Con todos los medios de transporte paralizados, la ciudad parecía dormida sin su habitual rugido de motores. He visto una multitud de rostros transfigurados de gozo por una especie de orgasmo espiritual y muchos cadáveres sonrientes en los más insólitos rincones. Supongo que llegaron al límite de resistencia sufriendo un ataque de apoplejía durante el clímax agónico de placer.

Al día siguiente de la publicación me puse en marcha y ya no sé cuántas semanas tardé en llegar a Nueva York, donde esperaba encontrar a mi familia. Y aquí sigo, pero ya sin esperanzas de ninguna clase. Los únicos alimentos comestibles a estas alturas son los enlatados y embotellados. Todo lo demás fue consumido hace tiempo por las ratas.

En este instante estoy abriendo una lata de sardinas bajo la atenta mirada de Watson, y justo ahora, cuando quiero tomar el primer bocado, aterriza aparatosamente junto al coche un descomunal buitre con residuos de una víscera agusanada en el pido. Esta escena me corta el apetito para el resto del día, así que entrego la lata a Watson, por si quiere vaciarla.

Pronto se pondrá el sol y todo quedará inmerso en la más negra oscuridad. Si tengo suerte, no estará demasiado agotada la batería del coche en que hoy me toca dormir, y de rato en rato podré entretenerme iluminando una parte de esta calle. Espero que esta noche no vuelva la voz que suele quitarme el sueño, pues ya estoy harto de tantas bofetadas en mi rostro sin afeitar. He convertido mis barbas en el único calendario de mi soledad, pues ya no tiene sentido llevar la cuenta de las fechas cuando el mundo se acaba. Creo que pronto tampoco me interesará saber la hora exacta, una de mis obsesiones en tiempos normales.

Me siento cada vez más idiota escribiendo una crónica sin destinatario posible, pero quizá este pasatiempo sea la mejor manera de postergar la locura. ¿Y si fuese más cómodo dejarse llevar sin resistencia? De momento, Watson es un buen motivo para sobrevivir, pues me entristece imaginarlo convertido en perro vagabundo.

De joven creí que la humanidad acabaría inmolándose en una guerra nuclear. Luego pensé que también la superpoblación y sus secuelas podrían desencadenar el declive y la extinción en un par de siglo más, porque estábamos dilapidando sin complejos los recursos del planeta.

Solía decir a mis alumnos que, sea cual fuere la catástrofe provocada por nuestra codicia depredadora, la tendríamos de sobra merecida. Pero nunca había llegado a sospechar un brillante y lírico final entre las llamaradas de un gran poema. Me parece demasiado lujo para nuestra especie de primates tan insensatos.

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