La Biblia de Maltavos


Entró con un perro sacrificado colgando de sus hombros y lo depositó sobre la mesa. Afuera un cielo oscuro y helado construía una pintura de violetas sobre la nieve sucia de hollín. Él se sentó cerca de la chimenea para mirar cómo Romina, su mujer, desollaba y descuartizaba al animal para salar las tiras de carne. Tranquilamente, mientras tomaba su larga taza de cerámica ruda y bebía a sorbos el agua caliente, le fue contando su historia.

—Sabes que antes de que te encontrara, vivía en las montañas del sur, cerca de la ciudad destruida. Allí la vida era más dura y no existía nada que pudiera aliviarla. Se respiraba muy mal y la gente usaba filtros de tela para evitar que el carbón se meta en los pulmones. Entonces estaba con nosotros Maltavos, un hombre muy grande del pueblo de Arlan, líder de grupo y gran cazador. Tenía las muñecas más gruesas que he visto y en su mirada se podían sentir las múltiples aventuras de su vida. Nada le causaba temor y su risa, cuando estaba contento, se podía escuchar a muchas leguas entre las cañadas de los ríos de azufre. Maltavos sospecha que vivimos en el infierno.

Dice que todos estamos condenados, que la luz que vemos no es tal sino el reflejo de la noche que tampoco es nuestra. Está de acuerdo con la leyenda que dice que al morir nos trasladamos a un lugar que está más allá del mar de arena, frontera del occidente, pero que allí solamente esperan otros horrores, un aire que produce lepra y un agua que destruye el cuerpo. La mayoría no cree ni descree de ello, parece que no les interesa, ellos dicen: nosotros, la circunstancia; pero no, los dos sabemos que lo que tienen es miedo, un miedo que no los deja pensar. Tú sabes.

Una vez, Maltavos hizo una excursión a la ciudad destruida, yo fui con él. Como ya es noticia, la ciudad está semienterrada al fondo de imponentes colinas erosionadas y precipicios que ninguno se atreve a remontar; pero Maltavos conocía un valle que permite su acceso. Bajamos al lugar donde aparece una construcción como una muralla, sin comisuras, hecha de una sola piedra, es lisa y suave a la mano, pero existiendo un alud de tierra sobre ésta, trepamos y con su espada cortó los gruesos alambres que hacen la malla que divide por encima.

Detrás de la muralla, lo primero que se ve son grandes bloques brotados de fierros retorcidos y gruesos cables que se extienden sobre el paisaje de las ruinas. Cruzándolos descubrimos una avenida donde las sombras difícilmente ocultaban la gran cantidad de aparatos de metal oxidado que nadie sabe para qué servían. En las paredes, láminas transparentes, frágiles y quebradas. Luego, ingresamos a lo que parecía ser una torre, allí, subiendo las escaleras, entre los escombros, vimos muebles viejos y de formas muy extrañas, diversos objetos cuyos nombres no conocemos, todo muy difícil de ver por la oscuridad en que la ciudad está sumida, y ya se sabe que allí no se puede hacer fuego por el aire que estalla. Entonces Maltavos me hizo notar un par de bloques a semejanza de ladrillos, una suerte de papeles encuadernados, todos con trazos negros. Maltavos dice que se llaman libros y tienen vida propia. Los arlades creen que aquél que tiene el conocimiento puede escuchar lo que dicen, y que un día llegará Letreo en un carro de fuego, para develar todo esto a los elegidos. En esto andábamos, yo escuchando y Maltavos abriendo su corazón arlade como nunca hasta que un aullido brutal, como el dolor de mil canes heridos, hizo estruendo. Nada se compara a ese horror. Nuestros cuerpos se estremecieron y nuestra sangre golpeó pavorosamente. Entonces huimos. Yo alcancé a ver algo, una luz que giraba con intensos colores. Tuve miedo, jamás sentí un terror igual. Dice Maltavos que es el espíritu que habita allí y cuida la ciudad vacía.

Hoy encontré entre la nieve un cajón antiguo de metal. Después de luchar con él un par de horas, abrió su vientre de plata a fuerza de martillo. Adentro, entre varios elementos desconocidos, hallé uno de aquellos objetos que conocí gracias a Maltavos, es decir, un libro; magníficamente conservado y también muy bello, míralo. ¿Te das cuenta, Romina?, casi nadie los ha visto, y nosotros, afortunados... Quiero que armes un altar, desde hoy será nuestro nuevo dios. Sus tapas son negras y de un fino cuero, tanto que no se podrá hallar en ninguna jauría, ni aun en las que trazuman tras el solitario peñón del bosque de helechos, y como puedes ver, el papel es tan delgado que parece que no existe. No tengas miedo, mujer, éste no grita, estoy seguro. ¿Te imaginas? Acaso mirándolo aprendamos, acaso un día nos hable del infinito desierto, de la noche umbría, de los muertos, del azufre, del mareo, de la ciudad sin nombre, de nuestro dolor permanente, del tiempo, de dónde vinimos y a dónde vamos. Quién sabe un día, a través de su voz como de agua pura que corre, podamos entender por qué el viento del sur sopla sin cesar y nos llena de suciedad todas las horas.

Romina dejó de salar la carne y se acercó para ver el negro libro de fino cuero, lo miró de todos lados con la expresión de espanto en los ojos, luego, tomando un puñado de sus hojas como quien aprieta un gran mechón de cabellos, abierto y de un solo golpe lo lanzó sobre la hoguera.

—Por estas cosas, Horacio, mi abuelo decía que el mundo está como está, por el maldito deseo de saber. Algo así, es abominable, no es un dios, es algo maléfico y demoníaco; es peor que el aquelarre de las tuertas, cuando desnudas muestran sus cicatrices de mordeduras de serpiente, pues viven entre ellas. Es mejor que te quites de la cabeza todas estas extrañas dudas y preguntas sin sentido, que mucha ocupación tenemos con la leña de la que no hay cantidad que alivie el frío y la comida que nunca basta. Olvídate y da gracias por ser como soy, una estéril y no una bendecida, porque además de tener que soportar a la secta de los arlades, de nariz de arete, seríamos expulsados de todo sitio por el temor a cobijar mutantes, y tendríamos otras bocas que alimentar y defender. ¿Para qué? Para que una vez viejos te vendan a los comerciantes de carne humana.

La mujer se acercó amenazante y, tapando de un solo golpe el recipiente en que hervía el agua, ordenó.

—Deja ya de tomar agua caliente, que hay que racionar; y apúrate, ya es hora de que los lobos y mastines acechen, es mejor que prepares las trampas, y que cierres las puertas con fuertes maderas, no vaya a ocurrir que nos sorprendan y mañana ya no hallemos ninguno que comer.

Gary Daher Canedo

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