Arturo von Vacano y la Salvación

Por lo visto, a varios de los escritores bolivianos que normalmente han estado escribiendo en géneros distintos al de la ciencia ficción y narrativa fantástica, se les ha ocurrido inspirarse en temas relativos al género que nos reúne en el blog. Esto es bueno, puesto que muestra que la ciencia ficción y la narrativa fantástica, sí han existido en Bolivia, pero de manera subterránea. Entonces, es hora de salir hacia la superficie. Acá les presento un cuento de Arturo Von Vacano, boliviano, escritor y periodista, con muchas obras en su haber...
La Salvación
(The Takeover)
Autor: Arturo von Vacano

Sería extraño encontrar algún visitante de Boston que no conozca la legendaria Torre Kuntur, ese formidable rascacielos de granito negro que se eleva hasta los ciento cincuenta y seis pisos como si fuera el primer hálito petrificado de una nave espacial. Sería muy extraño, en verdad, pues bien puede afirmarse que todos los residentes del mundo conocen ese monstruo de acero y roca que se estira sobre las colinas opuestas al mar y ha enseñado a propios y extraños lo que en realidad significa la ciencia ficción.
Pocos saben, sin embargo, que la Torre pertenece a J. G. Kuntur, el magnate del uranio, el estaño, el petróleo y la cadena hotelera Sundawn Inn. Y menos todavía han visto el rostro de este billonario cuya capacidad financiera sólo es superada por su aversión a la prensa, la televisión y la radio.
J. G., como lo llaman sus doce mil empleados, es algo así como el ‘Hermano Grande’ de Orwell, y muchos se preguntan si en verdad habrá allá arriba, en la última pieza de su pirámide descomunal, un J. G. de carne y hueso, acidez estomacal y puros cubanos.
Los reportes financieros de "Fortune" colocan a J. G. justo sobre la ITT y no muy lejos del Producto Nacional Bruto de los Estados Unidos. Casado siete veces y viudo cinco, se dice que tiene 49 hijos porque es un hombre organizado en extremo, pero nadie ha podido probar esta afirmación. Físicamente es también un misterio: se publicó alguna vez la fotografía que se hizo cuando era más pobre que una rata de albañal y se disponía a hacer el servicio militar, pero esa fotografía desapareció prontamente junto con toda la edición de Time-Life que se atrevió a desafiar así su voluntad. J. G. no acudió a los jueces para lograr esta hazaña, sino que compró toda la edición y regaló a su ciudad preferida una pira funeraria de papel impreso que duró cuatro días. No puede dudarse de que J. G. es un tío por demás excéntrico: cuando Rico MacPato dijo en la edición 10.987 de Donald Duck que "¡Soy el Hombre más Rico del Mundo: tengo doce cuatrillones de dólares!", J. G. escribió a Walt Disney informándole de que él tenía doce dólares y seis centavos más. Tipo de agallas, este J. G.
Con todo y la importancia que tiene J. G. en este momento - puesto que podría comprarse varios países del mundo si se encaprichara - no nos interesaría un pepino perder el tiempo con él sino fuera porque J. G. escribe estas líneas, y es bien sabido que todo individuo es feliz cuando pierde el tiempo escribiendo sobre sí mismo. J. G. no es una excepción, pues, para esta regla.
Sin embargo, existe una razón adicional que tal vez interese a los potenciales lectores de los párrafos anotados, aunque en verdad no interesa mayormente al mismo J. G. Si refiere esta razón secundaria es porque, demonios, está aburrido otra vez.
Anotemos, antes de empezar este relato, una característica más de este hombre singular: es un verdadero ignorante, un patán y un desalmado, cualidades que, como lo demuestran otros hombres de medios, no le impiden un éxito relativo en las altas esferas de las finanzas. Digamos, en fin, que tampoco tiene nacionalidad: la perdió entre muchas de las cosas que extravió al iniciar el ascenso hacia la fama y la fortuna. Hoy es un apátrida, ni más ni menos.
Con eso basta ya, dice J. G.

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El incidente que interesa a los lectores comenzó en realidad en 2013, el 24 de Marzo de 2013, cuando J. G. se rompió el índice al golpear un pizarrón sin esfuerzo alguno. El crujido, doloroso por lo demás, estalló en su cerebro como un bombillo flash y plantó en su mente, como una daga veneciana, una idea que le quitó el sueño durante los siguientes 48 meses.
Media hora más tarde, el General Albino José Blanco, conocido mercenario que se ganaba la vida degollando mercenarios negros en África desde 1999, recibió un cable de su principal proveedor de armas en que le instaba a presentarse en Boston al día siguiente, antes del desayuno. Incapaz de desobedecer a su proveedor, jefe supremo y fiel consejero, Blanco se dispuso a cumplir la orden y tomó un avión en Dakar, dejando de lado su pasatiempo favorito.
Una hora después, Fritz Glucklich, banquero suizo de pasado nebuloso, recibió una versión similar al cable recibido por Finita Blanco en su tienda de Elizabethville, lanzó un perno alemán y pidió a su secretaria que le reservara un asiento de primera clase en el siguiente avión Zurich-Boston.
Jesse Moonruh, discutido líder de la AFL-CTO, fue anoticiado en el departamento de su abogada en Los Angeles. Amo de los sindicatos norteamericanos, este ex-camionero podía paralizar todo el país con un solo repicar de dedos de J. G. Moonruh dejó a Liz Whiteburn en brazos de Morfeo - de los que se deslizó a los de James "The Pig" Ranga, su segundo - y salió hacia Boston en su 747 personal. Para abreviar, vinieron todos esos cerdos, y a toda prisa, sí señor.
Dos días más tarde, el Salón Dorado del piso 154 de la Torre Kuntur hervía como un caldero. La actividad intelectual de los doscientos noventa y cuatro asesores de J. G. desleía el barniz de las paredes como un vaho de electricidad que recargaba la atmósfera, y J. G. reía a mandíbula batiente, dado el efecto que habían hecho sus revelaciones entre sus más próximos colaboradores.
J. G. había dicho: "A diferencia de la gran mayoría de ustedes, caballeros, yo no soy un bastardo confeso, sino que tengo todavía un rinconcito en este perro mundo y en el corazón que estimo con todas mis fuerzas: soy del pueblo de Sicaquella, en el corazón de los Andes".
"Como bien saben ustedes y ese ejército de espías que pagan con mi dinero para informarse sobre mi salud, la muerte me espera muy decidida desde hace un año, y cumpliremos esa cita dentro de cuatro, cuando todo se haya dispuesto del mejor modo. La decisión que tomé esta mañana al romperme un dedo fue la de salvar, de una buena vez y para siempre, mi pueblito, su valle encantador y el centenar de vagabundos que continúa viviendo allí. Luz y slaid uan".
Las luces se apagaron y en la pared del fondo, de siete metros por siete, se proyectó una escena del pueblito natal de J. G. Las dimensiones de la escena permitían ver con toda claridad el color de los ojos de cada bípedo retratado, hazaña que no servía en sí de nada porque todos los ojos eran negros, todos los rostros cobrizos y todos los bípedos sucios.
"¡Mi tierra, señores!"
Varios asesores se apretaron involuntariamente las narices entre el índice y el pulgar. Alguno se dio una palmada en la frente, otro se atornilló un dedo en la sien.
"Su próxima misión: ¡Garantizar la felicidad eterna de esa tierra!"
El sentido dramático de J. G. había dejado claveteados algunos incidentes semejantes en su leyenda, pero este instante fue sin duda el más genial de todos sus días: dos de sus asesores, incapaces de soportarlo, se desplomaron como plomos, dieron un par de patadas al piso de mármol blanco y entregaron allí mismo sus almas al Señor de las Tinieblas.
"...Y vale más que empecemos a trabajar ahora mismo, caballeros. Ahora mismo."

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El Presidente alertó a los presidentes de ambas Cámaras, pero su mensaje no sirvió de nada: durante los dos meses siguientes, las compañías de computadoras más grandes del continente se dedicaron a cumplir la misión asignada a sus hombres por J. G. y el Apolo XXI se estuvo criando moho en espera de que terminaran el trabajo ese. El Presidente no lo sabía, pero J. G. controla todas las computadoras del país excepto dos, las que quemaron su irremplazable lámpara de cadmio de dos centavos, una de esas pavadas capaces de paralizar el mundo.
Así pues, mientras la muerte empezaba a proyectar su sombra sobre ese frígido corazón, J. G. se sintió feliz al ver trabajar al primer país del mundo en servicio de otro que, para sí mismo y para nadie más, reconocía como el último del planeta.
Cuando finalmente los expertos en Florida se pusieron a engrasar otra vez los tornillos del gigante del espacio, J. G. se sentó apenas nervioso frente a sus asesores - disminuidos un tanto por los esfuerzos de los últimos tiempos - y se dispuso a escuchar el modo en que cumpliría la más difícil de sus hazañas, un plan creado por la batería de cerebros honestos y deshonestos más grande del mundo que este genio singular considera la coronación de su legendaria carrera. "No es para menos...", había retrucado una hora antes, cuando algún asesor atrevido se permitiera referirse a la empresa como un malgasto increíble de talento en una tarea sin la menor trascendencia, "Otros son más idiotas: preferirán conquistar un satélite muerto".
Kuntur se refirió en primer lugar a la sacrificada labor de sus hombres y prometió una futura recompensa acorde con cada esfuerzo. Agradeció luego la iniciativa que le permitiría preguntar por sí mismo a la formidable red mundial de computadoras que parpadeaba frente a su escritorio los detalles de la estrategia a utilizarse en esta operación. Encendió un habano perfumado y pidió a todos que se marcharan: ya podría él entenderse a solas con el monstruo que le enfrentaba.
Y todos se marcharon y J. G. comenzó una maratón de preguntas que duró doce horas. Finalmente, cuando lo sacaron de allí en una camilla, sufría feliz su colapso: estaba seguro de que triunfaría.
Lo demás será historia a partir de este momento.
Lo primero que sugirió la máquina fue olvidarse de revoluciones, asonadas y tiroteos. Eso me costó un par de horas de discusión antes de aceptarlo del todo: no todos bendicen mi nombre en esas bárbaras tierras. Después eliminó la posibilidad de utilizar el dinero para apoderarnos del país. "Esos políticos no sólo parecen, sino que son barriles sin fondo", dijo, maravillada. Eliminó luego las ideologías políticas que podrían utilizarse como camuflaje de mis intenciones. "Las masas no entienden nada; sólo tienen hambre", dijo. Finalmente, y de un modo harto lógico, defendió a sus congéneres, a las que calificó de óptimamente preparadas para esta misión.
La idea me pareció monstruosa en un primer instante, pero luego me fui dejando conquistar por sus posibilidades: "Las máquinas no comemos, no perseguimos mujeres, no sufrimos engañosas ambiciones, no robamos, no podemos mentir si se nos programa adecuadamente... Sobre todo: no morimos nunca", dijo la máquina, y eso me gustó mucho. Di, pues, mi aprobación.
El Plan Takeover comenzó con un tic nervioso de mi índice quebrado sobre una diminuta tecla blanca.
Hoy ha concluido.
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Amados Conciudadanos de Sicaquella:
Tras 48 meses de secretas pero efectivas operaciones de secuestro, asesinato y suplantación, puedo informar a ustedes, no sin cierto orgullo, que todas las personas que ocupan posiciones rectoras en nuestra sociedad son hermosas máquinas creadas por mí con el fin de hacerlas idénticas a quienes reemplazan y con el objetivo de servirme fielmente buscando la felicidad de todos mis conciudadanos.
A modo de información puedo decirles que cada funcionario público perfecto, inmortal e invulnerable a los defectos humanos de carácter me ha costado un millón de dólares. Puedo añadir que existen en este momento más de mil doscientas máquinas en el país y a mi servicio, las que son mis ojos y mis oídos desde hace un par de años.
Es así como puedo asegurarles que todo aquel que - a partir de este momento - pierda tiempo en complots disparatados, tramas indignas de un hombre de bien, suposiciones irreales sobre el arte de perder tiempo y, en general, toda actividad o ausencia de actividad que condujera a una baja o inexistente productividad individual - material o intelectual, lo mismo me da - perderá la cabeza sin tener derecho a un solo pío. Después de todo, conciudadanos, ya habéis perdido más de siglo y medio cometiendo idioteces...
Para tranquilidad de todos y como alivio para la aparente pérdida de libertades ciudadanas que creen sufrir ustedes en este momento, debo decir al mundo que a partir de este instante conduciremos los negocios de nuestro general interés siguiendo las reglas científicas del arte llamado dirección de empresas.
Arte y ciencia indiscutida, esta herramienta me ha servido para ser más rico que Creso y más poderoso que los dioses - puesto que puedo apagar y encender guerras como si fueran velas de cumpleaños, cosa que ellos no fueron capaces de lograr jamás - y servirá ahora para hacer de este valle y los que le rodean hasta donde se proyecta mi sombra - larguísima, como saben mis enemigos - un Valle Feliz.
Crecer y Multiplicarse.
Comer y Trabajar.
Pensar, Estudiar y Construir.
Esta es la nueva Ley que invoco para todos. No os apartéis de ella jamás, como no debieron apartarse del Arbol de la Sabiduría nuestros antepasados. Tened la seguridad de que, a diferencia de ellos, no llegareis a ver a vuestros descendientes si os apartáis de mi Ley. Eso es todo.
Paz a mis máquinas. Paz a mis conciudadanos. Felicidad al Valle Feliz que durará mil años.
J. G.

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