LOS PRIMEROS CUENTOS DE CIENCIA FICCION Y FANTASIA - 01

La Revista Boliviana de Cuento CORREVEIDILE en su número 30, y su edición sobre Los primeros cuentos bolivianos presenta un cuento de Vicente G Quezada, escritor nacido en Buenos Aires, radicado en Bolivia, que considero se constituye en una obra de fantasía. El cuento titula Los enviados de Satanás, y la trama se desarrolla en la Villa Imperial (Bolivia) donde los personajes viven una historia fantástica y espantosa.




Los enviados de Satanás

Autor: Vicente G. Quezada

Vivía una bellísima doncella, cuyo nombre no se sabe, en uno de los buenos barrios de la Villa Imperial. Cerca de su casa se levantaban las sólidas paredes de un convento de frailes. Desde la ventana de una de las celdas, un religioso había visto a la púdica virgen, y Satanás le había abrazado con lúbricos deseos.

Una vez la inocente niña se arrodilló en el confesionario, y ante aquellas revelaciones íntimas, la pasión cegó al hombre, que se hizo fiera. Algunas noches después, él había satisfecho su intento: se había perpetrado un crimen en el silencio.

Al siguiente día las campanas del convento tañían con el lúgubre sonido de la agonía. El fraile supo espantado la muerte de su víctima.

El cadáver de la joven fue enterrado en la misma iglesia, y desde entonces empezaron a sentirse en el templo en altas horas de la noche, ruidos pavorosos, según la voz popular. Nadie se atrevía a entrar después de apagadas las luces. Los legos decían entre sí, que las almas de los muertos tenían conciliábulos nocturnos.

El fraile, de cuando en cuando, se entregaba con desenfreno al juego para olvidar su crimen.

No distante al convento vivía a la sazón un herrador. Una noche sombría llamaron a la puerta con apuro. Abrió el buen hombre contra su voluntad y se encontró con unos mancebos de aspecto hermoso y con extraños atavíos; eran los ministros del infierno.

Lleno de horror el herrador, encendió su candil para proceder a la ejecución de la obra encomendada. Traían una mula singular, que cami¬naba quejándose con voz humana, a la cual mandaron herrar.

Preparó su martillo, tomó las herraduras, pero al clavarlas creía ver manos y pies humanos. Nublábase la vista del pobre hombre y suspendía su tarea: pero entonces los mancebos de hermosos rostros, le pasa¬ban la mano por la frente y le mandaban terminar su trabajo. ¡Angustiosa era la situación del oficial herrero!

Cada golpe de martillo le despedazaba el corazón, ante el ¡ay! que arrancaba el extraño animal.

Apenas acabó su operación, trémulo de espanto, no se atrevía a levantar la vista; creía que había puesto herraduras en las manos y los pies de una criatura humana, y esto le ofuscaba la razón.

Los misteriosos mensajeros, "aquellos fieros e infernales ministros", según la leyenda, le dieron un pañuelo diciéndole:

Id ahora mismo al convento de… ; preguntar por el fraile…; dadle este pañuelo y decidle que lo esperamos. Id pronto.

El oficial herrador temblando de terror, llamó en la portería, pre¬guntó por el fraile, e hizo como le habían mandado. Éste, al ver el pañuelo, casi perdió la razón; era el mismo que tenía su víctima en la lucha. Tomó sus hábitos, su sombrero y su bastón, y siguió a aquel que lo llamaba.

Cerca de la portería se encontraba la mula singular; sobre ella colocaron al fraile, y señalaron el camino "aquellos espantables ministros".

Empezó entonces un viaje fantástico y pavoroso. Al fraile le habían puesto espuelas para que hiciese caminar la acémila, y cuando la mula se paraba, le mandaban aguijonearla. Cada vez que el fraile la tocaba con su espuela, lanzaba el animal un quejido humano, prolongado, angustioso. A veces creía el Padre que su cabalgadura se agarraba de las breñas con manos humanas, otras le parecía que resbalaban sobre las piedras los pies de una mujer, calzados con sandalias de acero.

Treparon las montañas, subieron sobre las altas cimas de las cordilleras, y atravesaron las regiones fantásticas de las nubes; veía extraños países, abismos singulares, horizontes de niebla, ríos de lágrimas y pers¬pectivas de fuego y llamas. La mula andaba por los aires, y los ministros de los mundos infernales iban transformándose en horribles demonios.

El fraile tenía un vértigo espantoso, su corazón no latía, su sangre no circulaba, sus ojos ardían como ascuas, y sus dedos se prolongaban como garfios candentes colocados sobre el yunque, al acompasado gol¬pe de los martillos de los mensajeros del Averno.

Rodaba el grupo en el espacio, y de repente el fraile sintió que se desprendía de la mula y se transformaba al descender en la angustiada doncella con la cual jugaban aquellos demonios como los niños con una bola de nieve.

Mientras tanto a él le habían tomado de los extremos de sus largas uñas y le tenían suspendidos en el espacio, dándole un movimiento on¬dulatorio, que el fraile temía terminase por su caída desde las alturas etéreas.

Empezaron entonces a clarear los horizontes de aquellas escenas, iluminados al principio por la luz suave de la lumbre, y presto ofrecieron el espectáculo de un incendio en las pavorosas regiones de las nubes; crecían olas de fuego por todas partes, con el aterrador ruido de una inundación de un mar en llamas. El fraile sentía aproximarse por todas partes aquella creciente, y los demonios lanzaban carcajadas que resonaban en el espacio repetidas hasta el infinito.

¡Detrás de aquellas olas de fuego, veía rostros humanos; almas condenadas y ánimas en pena y la más angustiada, la primera, era la doncella sacrificada a su sensualidad!

¡He muerto sin confesión!, decíale ella, y ando penando!, y desapare¬cía en la inmensa multitud de aquel mundo de llamas, entre los que sienten los dolores de la conciencia y los tardíos arrepentimientos del crimen.

Los demonios tenían siempre de las uñas al fraile, que sentía el calor de las llamas en sus vestidos, y en la piel de su cuerpo que empezaba a ponerse rígida para arder.

Entonces lo soltaron y rodó en el espacio con rapidez, escuchando en su descenso las infernales risas de los demonios que lo habían conducido.

Al siguiente día el fraile estaba moribundo en la portería del convento. En su cuello tenía atado el pañuelo de su víctima, y es fama que no pudo desatárselo jamás.

Era la conciencia de su falta que no se borraba de su alma.

De: Crónicas potosinas, Tomo II. Potosí, Sociedad Geográfica y de Historia, 1951.

Biografía

Vicente G. Quezada (Buenos Aires, 1830¬1913). Utilizó muchos seudónimos, entre ellos, Victor Gálvez, Lucy Dowling, Domingo de Pantoja. Escribió: La sociedad hispanoamericana bajo la dominación española; La vida intelectual en la América Española; El Virreinato del Río de la Plata, Memorias de un viejo. Las Crónicas potosinas (Paris. 1890), se publicaron originalmente en La Revista de Buenos Aires, en los años 1865 a 1871, fueron reeditadas en Potosí (tomos 1 y 11) el año 1951, donde CORREVEIDILE tomó el cuento “Los enviados de Satanás”.

Fuente: Varios (2007). Los primeros cuentos bolivianos. Revista de Cuentos, Correveidile, Nro. 30, pag. 28.

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